LÍA
El restaurante estaba vacío a esa hora de la tarde, reservado para quienes podían pagar la privacidad. Las paredes estaban tapizadas de madera oscura, con ventanales altos que dejaban entrar una luz dorada, y los meseros se movían en silencio absoluto, como sombras entrenadas para no perturbar a los clientes.
Le había dicho a mi esposo que tendría una "cita" con John Douglas. Obvio, enloqueció, dijo un montón de palabrotas y maldiciones, pero sabía que todo era por una causa. Deseaba que está pesadilla se acabara y aquí estaba sirviendo de carnada.
Me habían dicho que John Douglas era un hombre de costumbres precisas, y lo comprobé en cuanto llegué. Ya estaba allí, puntual, sentado en la cabecera de la mesa redonda. Su copa de vino lo esperaba a medio llenar, y un ramo de flores rojas adornaba el centro, como si quisiera marcar la reunión con un tinte romántico.
Respiré hondo, ajusté la sonrisa más delicada que podía sostener y caminé hacia él.
— Lía —, dijo poniéndose de pie apen