LÍA
No podía dormir. El cuarto estaba sumido en esa penumbra tibia que deja la lámpara encendida en el buró, y el silencio era tan denso que podía escuchar el golpeteo de mi propio corazón contra las costillas. Me había tumbado en la cama, con el cabello revuelto sobre la almohada, pero cada vez que cerraba los ojos veía su rostro. Dalton.
Mi esposo. El hombre que me pertenecía y que aún no había podido tener como lo deseaba.
La llamada corta que acabábamos de compartir no había hecho más que encenderme. Sus palabras seguían retumbando en mi cabeza, dejándome con una mezcla insoportable de ansiedad y deseo. Yo sabía que mañana lo vería, que mañana sería el día en que todo explotaría, pero el cuerpo no entiende de esperas.
Cuando el teléfono vibró de nuevo entre mis manos, casi lo dejé caer del sobresalto. Lo miré, y ahí estaba: Dalton.
Contesté sin pensarlo, con la respiración agitada.
— ¿Hola?
Su voz llegó al otro lado, grave, áspera, cargada de algo oscuro que me erizó la piel.
— Lí