LÍA
Me acomodé en la silla frente a Dalton con toda la calma del mundo, cruzando las piernas como si fuera CEO de mi propia empresa de sarcasmos, y no su asistente en bancarrota emocional y financiera.
Extendí el contrato sobre la mesa, lo abrí con parsimonia y, con una pluma en la mano y mi mejor tono de “abogada con doctorado en poner incómodos a los hombres arrogantes”, comencé a leer en voz alta.
— “Besos de nivel uno o dos. Caricias ligeras. Miradas significativas. Clases de seducción tres veces por semana . . .” —Hice una pausa para mirarlo con una ceja arqueada—. Mira tú, qué eficiente. Siento que estoy leyendo el manual del perfecto seductor con corbata.
Dalton me observaba desde su silla como si estuviera en medio de una junta de accionistas, pero su mandíbula apretada delataba que no estaba tan cómodo como aparentaba.
— ¿Pasa algo, señor Keeland? ¿Le molesta que revise cada cláusula como una mujer que se respeta y no como una desesperada?
— Solo me parece. . . Interesante —.