DALTON
Desde mi oficina, tenía la vista perfecta del escritorio de Lía. Habíamos regresado a trabajar después de la plática de nuestro contrato y de haber firmado nuestros compromisos. Ella se estaba volviendo mi pequeña obsesión matutina: observarla sin que lo notara. Ver cómo se acomodaba en la silla, cómo fruncía el ceño cuando algo no le salía, cómo se mordía el labio cuando leía un correo que la sacaba de quicio. Era como ver una película en vivo, una que me tenía estúpidamente enganchado.
Hoy no era la excepción.
Llevaba una blusa blanca ajustada, lo había hecho con un nudo de la prenda, que se adhería a su cintura como si hubiera sido diseñada solo para provocarme. Cada vez que se estiraba para alcanzar algo, la tela marcaba esa curva entre la espalda y la cadera que me tenía trastornado desde la primera semana que entró a trabajar conmigo.
Apoyó los codos sobre el escritorio, se recogió el cabello en un moño mal hecho y empezó a teclear como si su vida dependiera de ese inform