DALTON
Nunca en mi vida había sentido este miedo, este abismo en el pecho, ni siquiera cuando perdí millones en la bolsa y me recuperé gracias a la guía de Wayne Rich (uno de los mejores asesores financieros del mundo), ni cuando estuve a punto de estrellar el auto de mi mamá, borracho a mis diecisiete años, ni cuando me creí al borde de perderlo todo. Lo que sentía ahora era otra cosa. Un miedo crudo, ancestral, la certeza de que si perdía a mi mamá, no iba a poder perdonármelo jamás.
La estación de policía era una jaula de luces fluorescentes y sillas incómodas, con el zumbido constante de impresoras, voces y papeles, como una máquina perfectamente diseñada para deshumanizar cualquier urgencia. El reloj en la pared se burlaba de mí con cada segundo que pasaba. Lía me apretaba la mano, pero yo apenas podía sentir el calor de sus dedos: estaba congelado de terror.
Me abalancé sobre el mostrador por quinta vez, los nudillos blancos de tanto apretar los puños. El oficial me miró como si