Era viernes por la tarde y el aire de la ciudad parecía más caliente de lo normal. Camila caminaba por el centro comercial, distraída, mirando vitrinas sin mirar. En realidad, no quería comprar nada. Solo necesitaba despejarse, moverse, matar el tiempo. Pero dentro de ella, algo vibraba: la sensación de que esa noche sería distinta.
Como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no aceptaba. Pasadas las ocho, sonó su teléfono. El nombre en la pantalla hizo que su corazón se acelerara. Julián. —¿Estás ocupada? —preguntó con esa voz grave que le recorría la piel. —No —respondió de inmediato, con un tono casual que no coincidía con la ansiedad que sentía en el pecho. —Voy por un trago a un bar cerca del centro. Ven si quieres. Ven si quieres. Era una invitación, pero también un reto. Y Camila no sabía decir que no cuando se trataba de él. Treinta minutos después, entraba al bar. Lo vio de inmediato. Estaba sentado en una mesa de rincón, con un vaso de whisky en la mano. El ambiente era tenue, con luces bajas y música suave. Julián llevaba una camisa blanca con las mangas arremangadas y el primer botón desabrochado. El reloj de cuero, el aroma que la envolvió al acercarse… todo en él era seducción discreta. —Hola —dijo ella, segura, aunque su vientre temblaba. —Sabía que vendrías —respondió sin mirarla de inmediato, como si estuviera demasiado concentrado en el hielo dentro del vaso. Camila se sentó frente a él. El mesero apareció y ella pidió vino tinto, más por estética que por gusto. Quería parecer mayor, sofisticada. Quería que él la viera como una mujer, no como la hija de su amigo. Hablaron durante un rato de temas inofensivos: libros, películas, el caos del tráfico. Pero debajo de cada palabra, cada sonrisa, cada pausa… estaba la tensión. Viva. Ardiente. Como un fuego que no se veía, pero se sentía en cada inhalación. —Tu padre me advirtió que eras intensa —murmuró Julián, mirándola ahora directamente a los ojos. —¿Y eso te asusta? —No. Me atrae. Pero también me obliga a tener cuidado. —¿Cuidado de qué? —De no cruzar líneas que no se pueden desandar. Camila sostuvo su mirada. Él hablaba de cuidado, pero su mirada la desnudaba. Hablaba de límites, pero su rodilla, bajo la mesa, se rozaba peligrosamente cerca de la de ella. —¿Y si yo quiero cruzarlas? La pregunta salió de su boca sin pensarlo. Julián no respondió enseguida. Bebió un sorbo de whisky, luego dejó el vaso sobre la mesa y se inclinó ligeramente hacia ella. —Entonces vas a tener que provocarme más de lo que ya lo haces. La piel de Camila se erizó. Se sentía como si cada palabra suya fuera un dedo deslizándose por su columna. —No me subestimes —susurró. El silencio que siguió fue más intenso que cualquier frase. Terminaron sus bebidas, pero ninguno quería que la noche acabara. Julián propuso llevarla a su casa. Camila dudó un segundo, pero asintió. Quería saber qué pasaba si estaban solos, sin testigos, sin excusas. El auto de Julián olía a cuero y perfume caro. Mientras conducía, no hablaban, pero el aire estaba cargado. Camila no dejaba de mirar sus manos en el volante, los dedos largos, seguros, el movimiento sutil de su mandíbula mientras cambiaba de marcha. Cuando llegaron a su edificio, él apagó el motor y giró hacia ella. —¿Subes? No había tono de conquista en su voz. Era una pregunta sincera. Una invitación. Ella pudo haberse negado. Pero no lo hizo. El departamento de Julián era elegante, sobrio, masculino. Paredes grises, muebles oscuros, arte moderno. Pero lo que más llamó la atención de Camila fue la intimidad del lugar. Todo estaba ordenado, pero no frío. Era un espacio donde claramente él vivía, no solo dormía. —¿Quieres otro vino? —preguntó. —Sí. Él se dirigió a la cocina abierta. Camila se quedó de pie, recorriendo el lugar con la mirada. En una esquina, sobre una repisa, vio una foto de él con su padre, más jóvenes, riendo con botellas en la mano. La imagen la sacudió un poco. Recordó que esto no debía estar pasando. Que era su amigo. Que era mayor. Que era... —Ven, siéntate —la interrumpió Julián, señalando el sofá. Ella obedeció. Se sentó cruzando las piernas, sintiendo su vestido subirse ligeramente. Sabía lo que estaba haciendo. Sabía que él también lo sabía. Julián se sentó a su lado. No muy cerca. No todavía. Bebieron en silencio unos segundos. Luego él habló. —¿Por qué viniste? Camila se giró hacia él. Su rostro estaba cerca. Sus labios, tan cerca. —Porque te deseo —dijo sin rodeos. Julián cerró los ojos un segundo. Como si esa confesión fuera una caricia dolorosa. —Camila… —No me detengas —susurró ella, acercándose más. Él no se movió. Pero sus manos tensaron el vaso. Sus ojos bajaron hasta sus labios. Se los quedó mirando. No hizo nada más. Pero con ese gesto, Camila sintió que ya estaba sobre ella. —No te voy a tocar —dijo él de pronto, bajo, firme. —¿Por qué? —Porque si empiezo… no voy a poder parar. La frase la dejó sin aire. —¿Y si yo tampoco quiero que pares? Él soltó una risa breve. No burlona. Dolorosa. —Me estás volviendo loco. Camila se acercó un poco más. Su rostro a centímetros del suyo. —Entonces enloquece conmigo. Julián la miró con una intensidad que la atravesó. Su mano se alzó… pero no la tocó. Solo la sostuvo cerca, como si dudara entre rendirse o huir. —Esto… —murmuró él— esto es lo más peligroso que he sentido en años. —Y aún así… no te alejas. Sus respiraciones se mezclaban. Camila sintió su aliento sobre su boca. Estaban a un suspiro del beso. Pero no ocurrió. En lugar de eso, Julián se levantó de golpe. —Debes irte. Ella lo miró, herida. Confundida. Ardiente. —¿Por qué me invitas si me vas a dejar así? Él la miró de pie, desde arriba, luchando consigo mismo. —Porque me gusta castigarte un poco. Hacerte esperar. Verte así… con el deseo contenido. —Se acercó y le rozó el rostro con los nudillos—. La próxima vez, no seré tan fuerte. Camila se levantó sin decir nada. Caminó hasta la puerta. Antes de salir, se giró. —Yo tampoco. Y salió. Pero mientras bajaba por el ascensor, no podía dejar de sonreír. Porque ahora sabía algo con certeza: El juego había comenzado.