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Capitulo 4 Líneas que se difuminan

Camila se apareció sin previo aviso, como ya se estaba haciendo costumbre. Tocó la puerta del departamento de Julián justo cuando el sol comenzaba a caer y la ciudad tomaba ese tono dorado que a ella tanto le gustaba.

Él abrió, sorprendido, pero no molesto.

—¿Otra vez tú?

—Extrañaba tus silencios incómodos.

Julián le sostuvo la mirada un instante más de lo necesario, luego se hizo a un lado para dejarla pasar.

—Te advertí que esto no es buena idea.

—Lo sé —respondió ella mientras caminaba hacia el interior—. Y por eso me gusta más.

Vestía una falda corta de mezclilla y una blusa suelta, sin mangas. Cada paso que daba dejaba ver un poco más de sus piernas largas, suaves. Se sentó en el sofá, cruzó las piernas y lo miró como si supiera exactamente lo que provocaba. Y lo sabía.

Julián se apoyó en la pared, con los brazos cruzados. La observaba en silencio, pero su mandíbula tensa lo delataba.

—Tu papá te cree una niña —dijo finalmente.

—Entonces tú estás en problemas, porque lo que menos tengo ganas de ser contigo… es una niña.

El comentario flotó unos segundos en el aire. Él suspiró, se acercó y se sentó en el otro extremo del sofá.

—Camila, tú y yo no deberíamos…

—Pero aún no lo hemos hecho —interrumpió, ladeando la cabeza—. ¿Verdad?

Él no respondió. Ella estiró las piernas y apoyó los pies en su regazo. Su falda se alzó un poco más, dejando ver la piel tersa de sus muslos. Julián no movió las manos. Se quedó inmóvil, como si tocarla fuera encender una mecha.

—¿Sabes qué me gusta de ti?

—Dudo que sea mi sentido moral.

—Tu forma de controlarte —dijo, deslizándose un poco más cerca—. Esa tensión constante. Como si estuvieras a punto de estallar, pero aguantando cada segundo.

—No sabes lo que dices…

—Claro que sí —susurró—. Puedo sentirlo. Cada vez que me miras, cada vez que te muerdes la lengua para no decir lo que realmente piensas.

Julián giró el rostro hacia ella. Su cercanía era peligrosa. Demasiado. Y sin embargo, no se apartó.

—¿Estás jugando conmigo?

—No. Estoy exponiendo la verdad.

Lo besó. No fue un ataque. Fue un roce suave, como si solo quisiera probarlo. Julián no respondió al principio, pero tampoco se apartó. Cuando Camila volvió a besarlo, él cedió. Sus labios se unieron en un beso lento, profundo. No tenía la violencia de una descarga contenida, sino la desesperación de algo que se ha negado por demasiado tiempo.

—Camila… —susurró entre besos—. No deberíamos…

—Entonces para.

Y él no lo hizo.

La sujetó por la nuca, besándola más fuerte. Sus manos bajaron por su espalda, acariciando por encima de la blusa. Ella se acomodó encima de él, con las piernas a los lados de su cuerpo. Se movía despacio, rozando su pelvis contra su erección, provocándolo sin pudor.

Julián gimió entre dientes.

—Estás jugando con fuego.

—Entonces quémame —susurró en su oído.

Él deslizó las manos por sus muslos, subiendo lentamente la falda. Al sentir que no llevaba ropa interior, contuvo el aliento.

—¿Viniste así?

—Siempre lo hago… cuando sé que te voy a ver.

Una de sus manos se perdió entre sus piernas. Sus dedos la encontraron húmeda, caliente, temblorosa.

—Estás tan mojada…

—Por ti. Solo por ti.

Julián la miró a los ojos, como si estuviera buscando un último motivo para detenerse. Pero ya era tarde.

Deslizó un dedo dentro de ella, lento. Camila cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y soltó un gemido suave.

—No pares… —susurró.

—Esto está mal…

—Pero se siente tan bien…

Él comenzó a mover sus dedos con más ritmo, buscando su punto exacto. Camila se aferró a sus hombros, moviéndose con él, gimiendo contra su cuello. El calor crecía entre ellos como una tormenta encerrada.

—Mírame —ordenó Julián.

Camila abrió los ojos, justo cuando él aceleró el ritmo. La intensidad subía como una marea descontrolada. Su cuerpo temblaba. Su pecho subía y bajaba con fuerza. Sabía que iba a venir.

Y lo hizo.

Con un grito ahogado, Camila se vino en sus dedos, deshaciéndose por completo. Se dejó caer sobre su pecho, agitada, sudada, satisfecha.

Julián cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo. Aún la tenía encima. Aún la sentía contra su piel.

—Esto tiene que parar —murmuró.

—Entonces no me invites más —dijo ella, sin moverse.

—Yo no te invité.

—Pero abriste la puerta.

Silencio.

Después de unos segundos, él la abrazó. Sin palabras, sin explicaciones. Solo la apretó contra su cuerpo, como si una parte de él supiera que ese era el verdadero problema: no era solo deseo.

Era que comenzaba a necesitarla.

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