La noche avanzaba con sigilo, como si el mundo supiera que algo estaba a punto de romperse. El silencio en la casa de los Guon-Duarte se sentía espeso, denso, como si cada sombra en las paredes observara, aguardando un susurro, una señal, una grieta por donde colarse.
En el dormitorio principal, Pamela descansaba entre los brazos de Cristhian. El calor de sus cuerpos, aún tibio tras la reconciliación de la noche anterior, envolvía las sábanas de lino como una tregua momentánea a la tormenta que se avecinaba. Él dormía profundamente, respirando pausado, una mano sobre su cintura, la otra entrelazada con la suya.
Fue un grito desgarrador el que rompió la paz.
—¡CELINA! —la voz aguda y asustada de Abigail atravesó la oscuridad como un cuchillo.
Pamela se incorporó de inmediato, el corazón galopando en su pecho. A su lado, Cristhian se sentó de golpe en la cama, con los ojos bien abiertos. El nombre lo dejó helado. No era cualquier nombre.
—¿La escuchaste? —preguntó Pamela, desorientada.