La noche caía lentamente sobre la ciudad, y Étoile brillaba con luz propia. La reapertura había sido un éxito. Pamela observaba desde una de las salas de cristal cómo las bailarinas ensayaban sus rutinas con una precisión que casi la conmovía hasta las lágrimas. Aquello era más que una escuela; era un refugio, un sueño que se había negado a morir incluso en los momentos más oscuros.
Pero aquella paz se quebró al recibir un mensaje inesperado. Theresa la esperaba en el Café Clandestino, el lugar donde solían reunirse cuando necesitaban hablar de verdades incómodas.
—¿Estás bien? —preguntó Pamela al verla, notando el temblor en las manos de su amiga mientras sostenía la taza.
—No dormí anoche. Ni la anterior —murmuró Theresa, apartando la mirada.
La periodista solía ser firme, sagaz, con una mirada punzante que desnudaba hasta los secretos más bien guardados. Pero esa noche, parecía frágil, desarmada, como si llevara siglos callando algo que ya no podía seguir oprimiendo.
—No quiero que