Habían pasado veinte días desde la noche en que Olívia, sin saberlo, se había entregado a un desconocido. Desde entonces, Peter no le había dirigido una sola palabra. Sus mensajes quedaban sin respuesta; las llamadas iban directo al buzón. El silencio se volvió un peso insoportable.
Fue su suegra quien le dijo el día en que él llegaría.
Esa información se le quedó repitiendo en la cabeza mientras terminaba la jornada en la empresa. El corazón le palpitaba entre expectativa y esperanza, mezcladas con miedo. Necesitaba verlo. Necesitaba explicaciones.
Pero dentro de ella había algo aún más urgente.
En los últimos días, su cuerpo empezó a dar señales distintas. El retraso, las náuseas que aparecían de la nada y un sueño incontrolable.
Apenas salió de la empresa, se detuvo frente a una farmacia y compró un test de embarazo.
En el coche, con una mano en el volante, la otra se deslizó hasta el vientre todavía plano.
— ¿Y si ya hay un bebito aquí? — murmuró, con la voz quebrada, mientras le nacía una sonrisa nerviosa. — No estaba en mis planes ahora… pero si da positivo, voy a ser inmensamente feliz. Porque tú serás el hijo de mi gran amor.
El camino de regreso a casa fue lento; cada semáforo parecía una prueba de paciencia.
Al entrar, encontró a su padre, Fabrício, sentado en el sillón del salón, mirando el celular. Su rostro se iluminó al verla.
— ¿Cómo estuvo el día, mi Perla? — preguntó, usando su apodo cariñoso de siempre.
Ella se inclinó y le besó la frente.
— Muy bien, papá. Todo está bajo control.
A él se le encendieron los ojos de orgullo.
— Estoy tan orgulloso de ti, hija. Eres la joya más preciosa de mi vida. Ojalá tu hermano siguiera tu ejemplo… Victor es un excelente ingeniero, pero no tiene cabeza.
Olívia sonrió, intentando esconder la tensión que la devoraba.
— Papá, cuidado con el corazón… no te preocupes. Victor está sentando cabeza, ya verás.
— Ojalá, hija. Ojalá… — suspiró.
Subió a su cuarto y cerró la puerta tras ella. Dejó el bolso sobre el sillón y entró en el vestidor. El espejo le devolvió un rostro ansioso; las manos, instintivamente, descansaban sobre el vientre.
— Que salga positivo… — susurró a su propio reflejo.
Volvió al dormitorio, sacó el test del bolso y se sentó en la cama unos segundos para respirar hondo. Luego entró al baño.
Minutos después salió con el corazón desbocado. Empezó a caminar de un lado a otro, mirando el reloj. Cinco minutos podían ser una eternidad.
Cuando por fin pasó el tiempo, volvió al baño. La mirada fija, casi sin aire. Tomó el test con las manos temblorosas.
Dos líneas.
El aire se le escapó de los pulmones en un sollozo.
— Positivo… — murmuró, con una sonrisa creciendo entre las lágrimas que brotaron sin control. — Dios mío… ¡estoy embarazada!
Se sentó en el inodoro, mirando el test. La emoción era enorme. Imaginó un bebé pequeñito, de ojos claros como los suyos y con la cara de Peter. La esperanza floreció, dulce e ingenua.
— Mañana se lo voy a decir. Peter se va a poner feliz… va a ser el padre más increíble del mundo — dijo en voz baja, soñando en grande.
Por la mañana, se hizo una ecografía transvaginal.
— Señora, ¿cómo va a abonar? — preguntó la recepcionista.
— Con tarjeta — respondió Olívia, abriendo el bolso y sacando la billetera con una sonrisa discreta. — Voy a usar la tarjeta de Peter para el primer gasto de nuestro hijo. Él siempre decía que, el día que yo quedara embarazada, sería responsabilidad suya encargarse de todo — añadió, con la voz baja, cargada de un cariño silencioso.
La obstetra la recibió con ternura.
— ¿Empezamos, Olívia? — dijo, señalando la camilla.
Ella se recostó, con el corazón latiéndole desordenado. En la pantalla aparecieron pequeñas formas. La doctora ajustó el aparato.
— ¿Lo ves? — preguntó con suavidad. — Ese es tu bebé.
Olívia no contuvo las lágrimas.
— Es tan emocionante saber que estoy gestando una vida… ¿Está todo bien? — su voz salió temblorosa.
— Sí, todo dentro de lo normal — sonrió la médica. — Ahora tienes que iniciar el control prenatal. Pero tranquila, está creciendo bien.
Olívia volvió a llorar, esta vez en silencio. Al final, apoyó las manos sobre el vientre y murmuró, con la voz quebrada:
— Eres un regalo precioso que Dios nos dio. Y vas a tener a los padres más maravillosos del mundo. Te amo, mi amor.
Esa noche, Olívia se vistió con cuidado. Un vestido elegante, a la altura de un momento especial. Guardó el test y el informe dentro del bolso: eran la prueba del futuro que llevaba en el vientre.
Condujo hasta el apartamento de Peter. El corazón se le aceleró al llegar.
Subió en el ascensor con la respiración contenida. Al tocar el timbre, sintió que las piernas le flaqueaban.
Peter abrió la puerta. Tenía el rostro cerrado, la mirada fría.
— Olívia — dijo, seco.
Ella forzó una sonrisa, intentando contener la emoción.
— Amor… cuánto te extrañé. Tenemos que hablar — dijo, acercándose para darle un beso.
Él retrocedió apenas, sin decir nada. Ella entró, recorriendo con la mirada el apartamento impecable, como siempre.
— ¿Está todo bien, amor? — preguntó Olívia, preocupada.
— Estoy cansado, Olívia. Si puedes ser rápida… — respondió Peter, con voz helada, mientras iba hacia el sofá.
Se sentaron. Olívia respiró hondo, abrió el bolso y sacó primero el test. Lo dejó sobre la mesa, entre los dos, con el corazón golpeándole tan fuerte que parecía audible.
— Peter… estoy embarazada — dijo, con la voz quebrada, pero iluminada de esperanza. — Vamos a tener un bebé.
Por un instante, el silencio se adueñó del lugar. Ella buscó en su rostro alguna reacción: sorpresa, tal vez alegría.
Pero lo que llegó fue una explosión.
— ¿Embarazada? — Peter se levantó de golpe, con la voz cargada de rabia. — ¡Ni se te ocurra decirme que ese hijo es mío!
Olívia parpadeó, en shock.
— ¿Cómo que no? ¡Claro que es tuyo! — respondió, con los ojos llenos de lágrimas. — No es momento para bromas, amor.
Él agarró el test con violencia y se lo arrojó a la cara.
— ¡No me tomes por idiota, miserable! ¿Te acostaste con otro y quieres que yo me haga cargo?
Las palabras la atravesaron como cuchilladas. Las lágrimas empezaron a caer.
— Amor… ¿de dónde sale esa agresividad? — preguntó Olívia, paralizada.
Peter se le echó encima y la sujetó por los brazos con brutalidad.
— Otro hombre te tocó. ¡Ese bastardo no es mío!
— ¿Otro hombre? — repitió, sin comprender. — ¿De qué estás hablando, Peter? Yo… yo solo estuve contigo. Nunca te engañé.
— ¡Mentirosa! — gritó, con una crueldad en la mirada, antes de empujarla contra el sofá. — No vas a engañarme con esa cara de santa. ¡Me fuiste infiel, Olívia!
Entre sollozos, Olívia se acercó y lo abrazó, suplicando.
— Amor, ¡para! Yo me guardé para ti, me entregué a ti… ¿y ahora quieres huir de tus responsabilidades?
Peter le sostuvo el rostro, fingiendo indignación ante aquella confesión, pero la verdadera rabia le ardía por el ascenso perdido. Entonces escupió su versión:
— ¿Responsabilidades? Te dejé en la suite de ese hotel y fui a buscar una sorpresa. Mi madre me llamó diciendo que se sentía mal y fui a verla. Yo no te toqué. ¡Deja de mentir!
A Olívia se le aflojaron las piernas, el pecho se le cerró. La mente le daba vueltas intentando encajar las piezas. Los recuerdos de esa noche llegaban borrosos, envueltos en vino y en un calor extraño. Lo último que recordaba era a Peter murmurando que ella era “muy apretada”…
Un escalofrío helado le recorrió la espalda.
— No… no puede ser… — murmuró, casi inaudible.
Las lágrimas le corrían por la cara, pero no eran solo de tristeza: eran de miedo. Algo en aquella noche no tenía sentido. Y ahora, la crueldad de Peter abría una herida profunda.
— Peter… ¿no estás listo para ser padre, es eso? — dijo, desesperada, intentando entender.
Él la agarró de los brazos y la arrastró hacia la puerta.
— ¡Ya basta! — gruñó. — Mientras yo hacía el ridículo ahí fuera, tú te abrías para cualquiera. ¡Desaparece de mi vida!
La lanzó fuera y cerró la puerta con violencia.
Olívia cayó de rodillas en el pasillo, el cuerpo temblando, los ojos abiertos de par en par, en shock. Las lágrimas caían sin que se diera cuenta.
— ¿De quién es el hijo que llevo?
— ¿Quién era el hombre de aquella noche?
Las preguntas le retumbaban por dentro como gritos, rompiendo el silencio sofocante del pasillo.