Zoe era una chica complicada, pero con un corazón enorme, de esos que no se pueden ocultar. Hija única y mimada hasta el tuétano, sí, pero también alguien capaz de gestos que no se enseñan, que simplemente nacen. Quienes la conocían bien sabían que podía sorprender con actos de generosidad sincera, sin esperar nada a cambio.
Una tarde, ella y América fueron a comprar comida a un restaurante chino. Habían pedido para llevar; el plan era comer mientras veían Netflix en casa de Zoe, como solían hacerlo. Pero al salir del local, justo en la puerta, una mujer sentada en el suelo pedía ayuda con una mirada derrotada que conmovía hasta el hueso. Zoe no lo dudó: le entregó toda la bolsa con la comida recién comprada y, además, unas monedas que llevaba sueltas en la mano.
Regresaron a casa en silencio. Zoe no paraba de llorar, y cuando sus padres la vieron así, se alarmaron. Su padre, sobre todo, adoptó de inmediato su clásico tono protector.
—Papá —sollozó Zoe, mientras trataba de secarse las