Recuerdos que duelen

América se removía inquieta en aquella enorme cama, sintiendo cómo la resaca le golpeaba el cráneo con una intensidad odiosa. Cerró los ojos, apretándolos con fuerza, como si eso pudiera calmar el latido constante detrás de sus sienes. Notó enseguida los brazos suaves de Larissa rodeándole la cintura, como si fuera un peluche humano. Típico de ella. Cada vez que se quedaba a dormir, la abrazaba como si su vida dependiera de ello. Tenía esa manía de dormir aferrada a alguien o a algo. En su casa, tenía un oso de peluche gigante que le hacía compañía cada noche. América bromeaba para sí misma con la idea de que su amiga tenía más intimidad con ese oso que con cualquier persona.

Ya en el baño, se estaba cepillando los dientes frente al espejo. Observó su reflejo con una mezcla de orgullo y tristeza. Era hermosa, y lo sabía: tenía un rostro armonioso, piel suave, labios carnosos. Pero, ¿de qué servía tanta belleza si no podía disfrutarla como cualquier otra chica? Sentía que su sexualidad le había sido negada, secuestrada por circunstancias ajenas a su voluntad.

Bárbara era cruel. Siempre lo había sido. Cortante. Fría. Nunca le ofreció afecto, pero tampoco le negó lujos. Tenía amigos, un teléfono de último modelo, ropa cara… Desde fuera, cualquiera pensaría que era una joven mimada, privilegiada. Y no estarían del todo equivocados: su vida parecía normal, cómoda, hasta que apareció ese viejo, con su maletín lleno de dinero, ofreciéndole a Bárbara una suma obscena a cambio de ella. Como si fuera un objeto. Como si su valor estuviera en su cuerpo y nada más.

Una lágrima le descendió por la mejilla, rápida, traicionera. La limpió enseguida con el dorso de la mano. Terminó de cepillarse, dejó el cepillo sobre el lavabo, y se metió a la ducha. Giró la llave hacia el lado más frío y dejó que el agua helada le cayera directamente sobre la cabeza. Esa era su medicina contra el dolor físico… y a veces, también contra el emocional.

Mientras el agua corría, los recuerdos comenzaron a invadirla.

Su madre. Dora.

La dulzura en su voz. Las noches en las que la veía orar, sentada al borde de la cama, pidiendo a Dios que nunca les faltara el pan de cada día. Dora trabajaba sin descanso, cosiendo ropa desde que salía el sol hasta bien entrada la noche, todo para que a su hija no le faltara lo indispensable. América cerró los ojos con fuerza, sintiendo cómo las lágrimas se mezclaban con el agua de la ducha.

—¿Sabés por qué te llamás América? —recordó que su madre le acariciaba el cabello mientras ambas veían televisión. Ella era apenas una niña, pero esa escena estaba grabada como un tatuaje en su memoria.

—No, mami. ¿Por qué me llamo América?

—Porque sos fuerte, hija. Sos como el continente.

—¿Y cómo es el continente? —le preguntó con inocencia y curiosidad.

—Pequeño, pero rico en muchas cosas. Lleno de fauna, de flora, y sobre todo, no está contaminado. Así eres tú: lo más puro que hay en esta tierra. Te amo, sos lo mejor que me ha pasado.

Ese recuerdo tan cálido fue interrumpido por otro más oscuro. Su madre comenzó a toser, a quedarse sin aliento.

—Acompañame al hospital… no me siento bien —le había dicho aquella noche.

América era demasiado pequeña para comprender, pero nunca olvidaría ese día. Su madre llevaba semanas sintiéndose mal, pero por falta de dinero no había ido al médico. Esa noche salieron juntas a buscar un taxi. Dora salió primero, y América se quedó asegurando la puerta con dificultad, haciendo todo lo que su cuerpecito infantil podía.

Y entonces ocurrió.

Un frenazo.

El claxon de un auto.

Cuando se dio vuelta, vio a su madre tendida en el pavimento. Un charco de sangre se extendía bajo su cuerpo. La cabeza de Dora estaba abierta. Parte de su cráneo, partido. Su cerebro, a la vista.

América no gritó. No lloró. Solo sintió que el mundo giraba. Un zumbido punzante invadió sus oídos. El cielo se oscurecía, como en un amanecer invertido. Después… nada.

Despertó en un hospital. A su lado había una mujer hermosa, vestida con un traje formal. Uno de esos que, tal vez, su madre habría podido coser. En ese momento, su mente comenzó a reconstruir los fragmentos del horror.

—No… mamá… mamita, no… —gritaba, aferrada a la esperanza de que, con solo llamarla, la traerían de vuelta—. ¡Quiero ver a mi mamá! —La mujer la abrazó, pero no había gesto cariñoso que calmara ese dolor.

—Mi amor, tu mami te está cuidando desde el cielo… pero no estás sola. Estoy aquí. Te voy a cuidar. Te lo juro.

—¡No! Yo quiero a mi mamá, por favor —sollozó la niña, juntando sus pequeñas manos—. Te lo suplico… llévame con mi mamá…

El corazón de América se negaba a aceptar la realidad. La niña dentro de ella seguía creyendo que su madre estaba viva. Que todo era un error.

En el presente, en la ducha, América se encogió sobre sí misma. Años después, aún dolía como si hubiera ocurrido ayer. Así fue como terminó en un orfanato. Aquella mujer, la trabajadora social del hospital, cumplió su palabra: la cuidó durante los primeros años. La visitaba, le preguntaba cómo estaba. América siempre respondía que bien. Y en efecto, lo estuvo… hasta hoy. La habría buscado, pero un día se enteró de que la habían despedido y tuvo que regresar a Colombia, su país natal.

La voz de Larissa la trajo de regreso al presente.

—¡Apurate, que me estoy orinando! —gritó desde fuera del baño.

América salió de la ducha, envuelta en un albornoz, el cabello mojado pegado a la piel.

—¿Amiga, estabas llorando? —preguntó Larissa, notando lo enrojecido de sus ojos.

—No es nada —respondió América, sin mirar directamente.

Comenzó a vestirse sin prisas. Nunca le había dado vergüenza estar desnuda frente a otra mujer. Al fin y al cabo, todas tenían lo mismo. Nada que esconder.

Bajó a desayunar; Bárbara ya estaba sentada a la mesa, al igual que su hermano. Él no vivía allí, pero desde que su madre la había prometido en matrimonio, se había mostrado más presente, como si de pronto se sintiera responsable, quizá, pero América no se quitaba de la cabeza la remota posibilidad que Oliver la quisiera para algo más que su hermana.

Larissa había decidido irse sin desayunar. Su padre la llamó varias veces hasta que terminó cediendo, además de que aquella amiga, no era fan de Barbara y con justas razones.

—¡Oliver! —corrió hacia él y lo abrazó.

—¿Cómo va tu resaca? —le besó la frente con suavidad y le corrió la silla para que se sentara junto a él.

—Solo un poco de dolor de cabeza —respondió ella.

—Buenos días —intervino Bárbara, seca—. Estoy pintada, ¿que no saludas, niña malcriada?

—Buenos días, mamá —respondió con desgano.

—Ya, ya, no me interesa que me hables o no —dijo la mujer mientras se llevaba un trozo de melón a la boca—. Hoy vendrá tu novio a verte, quiere salir contigo.

En ese instante se le fue el hambre. Sintió un nudo en el estómago. Estaba segura de que iba a vomitar, ya no veía aquel desayuno con las ganas que había sentido.

—No —contestó con calma, llevando la taza de café a los labios. Era lo único que lograba quitarle el asco.

—¿"No" qué? —su madre sonó molesta, como si no tuviera derecho a opinar.

—Para ti soy un producto, ¿cierto? Y hasta que ese hombre no me compre, no puede usarme. No saldré con él —se puso de pie de golpe, empujó la silla hacia atrás y subió corriendo a su habitación.

Lloró sin preocuparse por si la escuchaban. Por suerte, Larissa se había ido antes. No le gustaba que la viera así, tan destruida, tan débil. Porque le dolía. A veces, incluso, terminaba llorando con ella, aunque lo suyo era impotencia. Impotencia de no poder salvarla.

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