Levante mi rostro y lo estudie Su rostro, afilado como un diamante, parecía cincelado a la medida de la intriga: frente estrecha, pómulos marcados que atrapaban la luz, mandíbula afinada hasta una barbilla de filo elegante. No había suavidad en sus facciones, sino un equilibrio extraño entre seducción y amenaza, como si en su piel se hubieran fundido el encanto y la advertencia.
La mirada era el verdadero centro de su poder: unos ojos que brillaban con intensidad hipnótica, capaces de hacer olvidar el tiempo, aunque en el fondo guardaban una sombra que nadie alcanzaba a descifrar. Era una mirada que acariciaba y, al mismo tiempo, desafiaba. Ojos grises como la tormenta.
Su voz completaba el hechizo: grave, baja, con un timbre que se deslizaba como terciopelo oscuro, capaz de sonar a promesa o a sentencia según lo dictara el instante. Había en ella una cadencia que obligaba a escuchar, incluso cuando lo que decía parecía trivial.
Y todo eso se sostenía en un porte seguro, erguido