La mansión Salazar se alzaba como un mausoleo de mármol y cristal, sus pasillos vacíos impregnados del susurro persistente de promesas rotas. En su taller improvisado —un rincón olvidado en el ala oeste—, la luz de la luna se filtraba entre cortinas polvorientas, flotando en el aire el olor tenue a madera antigua y polvo. Frente a ella, un boceto a medio terminar de un collar descansaba sobre la mesa, sus líneas delicadas trazadas con la precisión de quien conoce el peso de cada curva. Pero sabía que nunca lo usaría. Nadie lo haría. Era solo otra joya condenada a dormir en un cajón, como los sueños que había enterrado al casarse con Adrián Salazar.
Sus dedos, manchados de carboncillo, temblaron al ajustar una línea en el diseño. Un leve cosquilleo le recorrió el antebrazo, mezcla de tensión y fatiga. El silencio de la mansión era un estruendo invisible que envolvía cada rincón, un recordatorio punzante de las noches que pasaba sola mientras Adrián, el magnate hotelero cuya sonrisa conquistaba titulares, vivía una vida que no la incluía. Habían pasado dos años desde que caminó hacia el altar, con el corazón lleno de ilusiones y un vestido blanco que prometía un futuro brillante. Ahora, ese futuro se desmoronaba como arena entre sus dedos, áspera, escurridiza.
El zumbido del teléfono rasgó el ambiente. Lo tomó con un sobresalto leve, viendo el nombre de Antonia en la pantalla. Su mejor amiga siempre tenía una forma de irrumpir en sus pensamientos, como un rayo de sol inesperado en medio de un cielo encapotado.
—¿Estás ahí, atrapada en esa cueva de lujo otra vez? —la voz de Antonia era cálida, pero había un filo de preocupación que se colaba por la línea.
Esbozó una sonrisa amarga, sus labios secos al responder mientras apoyaba el lápiz en la mesa. —No es una cueva, Antonia. Es una mansión. Y estoy… trabajando.
—Trabajando en olvidarte de vivir, querrás decir. —Antonia suspiró—. Escucha, no quiero arruinar tu noche, pero… hay algo que necesitas saber.
Un pinchazo helado le recorrió la espalda. Las palabras de su amiga nunca traían buenas noticias cuando empezaban así. —¿Qué pasa?
—Es sobre Adrián. Lo vieron esta noche en la gala benéfica de los hoteles Salazar. Con… Valeria.
El nombre cayó como una piedra en un estanque quieto, provocando un estremecimiento que se expandió por todo su cuerpo. Valeria Montenegro, la ex de Adrián, la mujer cuya sombra nunca había dejado de perseguir su matrimonio. Cerró los ojos, sintiendo una presión punzante en el pecho al recordar la risa de Valeria en una vieja foto que una vez encontró en el despacho de él, una risa que parecía burlarse de su existencia.
—¿Estás segura? —preguntó, aunque ya lo sabía. Antonia nunca hablaba sin pruebas.
—Hay fotos. Están circulando en redes. No quería que lo vieras sin advertirte.
No respondió. Bastaron unos toques para que el mundo, ese mundo perfectamente construido alrededor del apellido Salazar, se desmoronara: una alfombra roja, flashes, Adrián con su sonrisa ensayada, y Valeria Montenegro, espléndida y venenosa, rozando su brazo como si nunca hubiera dejado de pertenecerle.
Y entonces volvió, como una marea silenciosa, el recuerdo de aquella noche en París. Habían viajado para celebrar su compromiso; ella aún guardaba el anillo como si fuera un amuleto. Adrián la llevó a un restaurante escondido junto al Sena, uno de esos que no salían en las guías turísticas, con luces tenues y música de piano. Él le tomó la mano sobre la mesa y prometió que su amor sería diferente, que no habría fantasmas entre ellos. Pero ella ya había notado las grietas.
Valeria había llamado dos veces esa tarde. Él no contestó, pero tampoco explicó por qué su número aparecía tan seguido. Cuando ella le preguntó, él se limitó a decir: “Es complicado. Fue una historia larga.”
Esa noche no pelearon, pero el silencio entre ellos fue tan espeso que los camareros bajaban la voz al pasar. Y en la habitación del hotel, cuando se durmió envuelta en sus brazos, sintió que él estaba lejos. Como si alguien más —otra vida, otra mujer— ocupase un rincón de su corazón que ella nunca podría alcanzar.
Pero no fue solo eso lo que le llamó la atención.
Un detalle insignificante a los ojos de cualquiera. El reloj de Adrián…
Lo había visto antes. En una caja de terciopelo que había encontrado dos semanas atrás, oculta en el fondo de un cajón. Dentro, una nota escrita a mano decía: 'Para que siempre llegues a tiempo. V.
No había querido pensar en ello entonces. Ahora, el recuerdo de esa letra torcida ardía como ácido en la garganta.
Cerró el teléfono. Dejó que el silencio regresara con violencia y se puso de pie. Fue hasta el estante donde guardaba una caja de madera tallada —regalo de bodas de su madre— y la abrió. Entre cartas, pétalos secos y recuerdos que dolían, sacó una foto: su boda. Él la miraba como si el mundo se detuviera por ella. Una mentira bellísima.
El crujido inesperado de un papel bajo su pie la sacó del trance. Un escalofrío recorrió su nuca. Frunció el ceño, agachándose con lentitud para recoger una nota que no recordaba haber visto antes. Estaba cerca de la puerta de su taller, escrita en una caligrafía apresurada: “Él tiene un hijo. No eres suficiente.”
Las palabras golpearon su pecho. Un hijo. Sintió el aire volverse espeso, irrespirable. Recordó una llamada interrumpida días atrás, una frase susurrada cuando Adrián pensaba que dormía: “No puedo hablar ahora. Está cerca.” Al parecer había confiado ciegamente en él. Ahora, todo encajaba con una precisión cruel.
Tembló. No solo era Valeria. No solo era la distancia, las noches en blanco, las palabras que ya no llegaban. Había algo más. Un secreto del que no formaba parte. Una familia paralela, tal vez. Una vida donde ella no existía, el hijo que ella no le había podido dar.
—¿Cuándo dejé de ser suficiente, Adrián? —murmuró, la voz apenas un hilo desgarrado en el aire espeso del taller.
El peso de la nota la hundía, pero también encendía algo dentro: una chispa. No podía seguir siendo un espectro en su propia vida, esperando migajas de un amor marchito. Tenía que saber la verdad, aunque la devorara. Se puso de pie, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano temblorosa, y guardó la foto en la caja, cerrándola con un chasquido que sonó más firme que el más cruel de los adioses.
Bajó las escaleras hacia el vestíbulo principal, donde el reloj marcaba las once en punto. Él solía llegar tarde, pero llegaba. Se sentó en un sillón de terciopelo, la nota arrugada entre sus dedos, ensayando las palabras que le diría. “¿Quién es ella, Adrián? ¿Quién es ese niño? ¿Por qué me dejaste sola?”
Las horas se deslizaron con una lentitud opresiva, el tictac del reloj convertido en una letanía cruel. Medianoche. La una. Las dos. La mansión seguía vacía, su quietud más lacerante que cualquier grito. Adrián no llegó.
Se levantó, el frío del mármol filtrándose por la piel de sus pies descalzos. La nota seguía en su mano, sus palabras grabadas a fuego. No eres suficiente. Caminó hacia la ventana, sintió el vidrio helado al apoyar la frente, y miró la ciudad extendiéndose más allá de los muros de su jaula dorada. En ese instante, supo que no podía seguir esperando. Si quería respuestas, tendría que arrancarlas por sí misma. Y si la verdad la rompía, al menos sería ella quien recogiera los pedazos… no él.