Mundo ficciónIniciar sesiónEl sonido de la cinta de embalar rasgando el silencio fue tan violento como el disparo de un arma.
*Riiip.*
Elena cerró la caja de cartón. Sus manos, pálidas y frías, alisaron la superficie marrón. Dentro no había joyas. No había ropa de diseñador. Solo libros viejos, algunas fotos y la urna con las cenizas de su perro.
Levantó la vista. La mansión Vargas, esa estructura neogótica de 1920 que había sido el orgullo de su familia durante tres generaciones, ahora parecía una boca gigante y oscura a punto de tragarla.
Los techos altos, con sus molduras de yeso que ella solía contar cuando era niña y no podía dormir, ahora la miraban con desdén. El eco de sus propios pasos en el parquet de roble sonaba ajeno. Intruso.
Ya no era la señora de la casa. Era una ocupante ilegal a la que se le acababa el tiempo.
—Señora Salazar... digo, señorita Vargas. —La voz ronca del jefe de seguridad la sobresaltó.
Elena se giró. El hombre, un tipo corpulento con uniforme gris que ella misma había contratado hace dos años para proteger la casa, ahora la miraba con la indiferencia de un carcelero. No estaba allí para protegerla a ella. Estaba allí para proteger los "activos" de Diego.
—Faltan quince minutos para el cierre del perímetro —dijo el guardia, consultando su reloj táctico—. El transporte está esperando en la reja.
Elena asintió. La garganta le ardía. Quería gritarle que esta era **su** casa. Que cada ladrillo había sido pagado con el sudor y la genialidad de su padre, Alejandro Vargas. Que Diego solo era un parásito con un buen traje.
Pero no dijo nada. La dignidad era lo único que le quedaba, y no la gastaría en un empleado que solo cumplía órdenes.
Se dirigió a la repisa de la chimenea. Allí quedaba un último objeto. Un marco de plata deslustrada con una foto de su boda. Ella y Diego, sonriendo bajo la lluvia en Barcelona. Parecían tan... esperanzados. Tan estúpidos.
Elena extendió la mano para tomarlo.
—Alto ahí.
El guardia dio un paso adelante, bloqueándole el paso. Su mano se posó instintivamente sobre su cinturón de herramientas.
Elena se congeló.
—¿Perdón? —preguntó, su voz temblando por primera vez.
—La señorita Carmen dejó instrucciones específicas —dijo el hombre, sacando una tablet y leyendo sin emoción—. Todos los objetos de valor, incluyendo platería, arte y joyería de la familia, han sido reclasificados como "patrimonio histórico de la empresa". Son propiedad de NeuroPharma ahora.
El aire salió de los pulmones de Elena en un silbido doloroso.
No era por la plata. Era por la crueldad. Carmen no quería el marco por su valor monetario. Lo quería porque contenía el recuerdo de la felicidad de Elena. Quería poseer incluso su pasado.
—Es una foto de mi boda —susurró Elena. Sintió cómo la sangre le subía a las mejillas, una mezcla de vergüenza y furia volcánica—. El marco vale menos que tus botas.
—Son las órdenes, señorita. Si intenta sacarlo, tendré que reportarlo como robo.
**Robo.**
Ella, robando en su propia casa.
La furia estalló en su pecho, caliente y cegadora. Elena agarró el marco. No para llevárselo. Sino porque necesitaba aferrarse a algo antes de caerse. Sus dedos se cerraron sobre el metal frío con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Quédatelo —espetó ella.
Pero sus manos, traicioneras y temblorosas por la adrenalina y el dolor, fallaron.
El marco se resbaló de sus dedos sudorosos.
El tiempo pareció ralentizarse. Elena vio el objeto caer girando en el aire. Vio la cara sonriente de Diego invertirse.
*Crac.*
El sonido del vidrio rompiéndose contra el mármol de la chimenea fue agudo. Hiriente.
El marco se partió. La foto de la boda quedó atravesada por una grieta fea, separando a Elena de Diego. Una metáfora perfecta de su vida.
—¡Mierda! —exclamó el guardia, acercándose—. Le dije que no tocara nada.
Elena se arrodilló instintivamente.
—No lo toques —siseó ella, con una ferocidad que hizo que el hombre se detuviera—. Es basura rota ahora. ¿Eso también lo quiere Carmen?
Elena empezó a recoger los fragmentos de vidrio. No le importaba cortarse. De hecho, cuando una arista afilada le rozó el pulgar y vio brotar una gota de sangre roja y brillante, sintió un alivio perverso.
El dolor físico era real. El dolor físico tenía sentido. No como el agujero negro que tenía en el pecho.
Tomó la foto arruinada para sacarla del marco destrozado. Iba a romperla en mil pedazos. Iba a borrar esa sonrisa mentirosa de Diego de la faz de la tierra.
Pero al tirar de la foto, notó algo.
El marco era pesado. Demasiado grueso para una sola fotografía.
Detrás de la imagen de la boda, oculta por el respaldo de terciopelo podrido por los años, había otra foto. Más pequeña. Más antigua. Los bordes estaban amarillentos.
Elena frunció el ceño. Su corazón, que latía desbocado por la ira, de repente se detuvo.
Dejó caer los vidrios. Olvidó al guardia. Olvidó el desalojo.
Sacó la foto oculta con dedos manchados de sangre.
Era una foto polaroid. De finales de los 90.
En ella, estaba su padre, Alejandro. Se veía joven, vibrante, con esa bata de laboratorio blanca que siempre usaba como una armadura. Estaba en su laboratorio privado, ese santuario al que Elena tenía prohibido entrar.
Pero Alejandro no estaba trabajando.
Estaba sosteniendo a una niña en sus brazos.
Elena entrecerró los ojos. ¿Era ella? No... la niña tenía el cabello negro y lacio, cortado en un bob severo. Y llevaba un uniforme gris. Un uniforme que Elena reconoció vagamente de las noticias locales sobre instituciones estatales.
La niña de la foto miraba a la cámara con una mezcla de adoración y terror. Y Alejandro la miraba con una expresión que Elena nunca había visto en él: **Culpa.**
Elena giró la foto.
Había una fecha escrita con la caligrafía angulosa de su padre: *"Día 1. Sujeto Cero."*
La fecha era de 1998.
Elena sintió que el suelo de parquet desaparecía bajo sus rodillas.
En 1998, Carmen todavía no existía en sus vidas. Según la historia oficial, Alejandro conoció a la madre de Carmen dos años después, en una conferencia en Ginebra. Carmen no debería haber conocido a su padre hasta el año 2000.
Pero ahí estaba. En sus brazos. En su laboratorio secreto.
Y esa niña... esa niña no era una hija siendo abrazada.
Elena acercó la foto a sus ojos, ignorando el temblor de sus manos. En el brazo de la niña, justo debajo de la manga del uniforme, había un brazalete de hospital.
Y un moretón.
—Señorita Vargas, tenemos que irnos —insistió el guardia, impaciente.
Elena no lo escuchó. Su mente estaba corriendo a mil kilómetros por hora, reescribiendo dieciocho años de historia familiar.
Carmen no era la hija ilegítima que apareció de la nada.
Carmen estaba ahí desde el principio.Y la mirada de su padre en la foto no era de amor paternal.
Era la mirada de un científico observando a su creación.Elena metió la foto en su bolsillo, pegada a su piel, manchándola con su propia sangre.
Se puso de pie. Ya no sentía frío. Ya no sentía tristeza.
Solo sentía el nacimiento de una pregunta aterradora que empezaba a echar raíces en su cerebro.
**¿Quién eres realmente, Carmen? ¿Y qué te hizo mi padre?**







