SOMBRA DE VENGANZA
SOMBRA DE VENGANZA
Por: Cat Stories
CAPÍTULO 1

Rasss.

El sonido de la pluma estilográfica rasgando el papel de alto gramaje fue obsceno. Seco. Definitivo.

No sonó como tinta fluyendo sobre celulosa. Sonó como el chasquido húmedo de un hueso al romperse.

Elena Vargas levantó la pluma. La mano no le temblaba. No le permitiría a sus dedos delatar el terremoto que estaba demoliendo sus órganos internos uno por uno. Dejó el bolígrafo sobre la mesa de caoba con una delicadeza quirúrgica, como si fuera un bisturí ensangrentado.

—Ya está —dijo. Su voz sonó extraña. Hueca. Como si viniera de otra habitación.

Frente a ella, Diego Salazar ni siquiera parpadeó.

Estaba sentado con esa postura impecable que ella solía admirar, enfundado en un traje italiano color carbón que costaba más que el coche de un empleado promedio. Miró el documento, verificó la firma con un barrido rápido de sus ojos oscuros y luego, con una frialdad que heló la sangre en las venas de Elena, miró su reloj.

Un Patek Philippe. Regalo de aniversario de ella.

Hace tres meses.

Parecía que hubieran pasado tres vidas.

—Eficiente —murmuró él. No hubo un "lo siento". No hubo un "gracias por los cinco años". Solo esa palabra empresarial. Eficiente.

El abogado, el señor Garrido, carraspeó, incómodo. Se aflojó el nudo de la corbata como si de repente le faltara el aire. Nadie quería estar ahí. Ni siquiera el aire acondicionado, que zumbaba con un tono monótono y gélido, parecía querer tocar la piel de Elena.

—Con esto, la transferencia de acciones de NeuroPharma queda completada —dijo el abogado, evitando mirar a Elena a los ojos—. Y el desalojo de la propiedad conyugal tiene un plazo de 24 horas, según lo estipulado en el acuerdo prenupcial modificado.

Elena sintió una náusea violenta subirle por la garganta. Ácido y café frío.

No solo estaba perdiendo a su esposo. Estaba perdiendo su casa. Su puesto como Directora de Marketing. Su legado. Todo lo que su padre había construido, ahora estaba siendo absorbido por la maquinaria corporativa de Diego.

—¿Ni siquiera vas a mirarme, Diego? —preguntó ella. Fue un susurro, pero en el silencio sepulcral de la oficina, sonó como un grito.

Diego levantó la vista. Esos ojos. Esos malditos ojos marrones que alguna vez la miraron con deseo, ahora eran dos pozos de indiferencia absoluta. Un muro de hielo.

—No lo hagas más difícil, Elena —dijo él. Su tono era plano, aburrido—. Esto no es personal. Es solo... una reestructuración de activos.

¿Reestructuración de activos?

Elena sintió el impulso salvaje de reírse. Una risa histérica, rota. Su matrimonio, sus promesas, sus noches en vela cuidándolo cuando tenía fiebre... ¿todo eso eran "activos tóxicos" que había que liquidar?

Clavó las uñas en las palmas de sus manos, buscando dolor físico para anular el dolor emocional. «No llores. Si lloras, él gana. Si lloras, confirmas que eres la débil que él cree que eres».

—Me amabas —soltó ella. No fue una pregunta. Fue una acusación.

Diego suspiró, un sonido de impaciencia. Se puso de pie, abrochándose el botón del saco. El olor de su colonia —sándalo, menta y tabaco caro— golpeó a Elena en la cara. Era el aroma de su almohada. El aroma de su seguridad.

Ahora olía a traición.

—Amaba la idea de ti, Elena. Pero las proyecciones cambian.

El dolor fue físico. Una lanza atravesándole el pecho, girando lentamente. «Proyecciones». Él hablaba en hojas de cálculo mientras ella se desangraba en el suelo.

Antes de que pudiera responder, antes de que pudiera reunir los fragmentos de su dignidad para lanzárselos a la cara, la puerta de la oficina se abrió.

Sin tocar.

Sin permiso.

El clic de unos tacones de aguja resonó contra el piso de mármol. Tac. Tac. Tac.

Elena se giró. Y el aire abandonó sus pulmones definitivamente.

Carmen.

Su media hermana no entró caminando; entró desfilando. Llevaba un vestido rojo sangre que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, y una sonrisa que no llegaba a sus ojos oscuros. Ojos de tiburón.

—¿Ya terminamos con el papeleo aburrido? —preguntó Carmen, su voz dulce y venenosa, como miel mezclada con arsénico.

Ignoró a Elena por completo. Caminó directamente hacia Diego.

Y él no se apartó.

Elena vio, con una claridad horrorosa, cómo Carmen entrelazaba su brazo con el de Diego. Una posesión casual. Íntima.

Diego se tensó ligeramente, pero no la empujó. De hecho, se inclinó imperceptiblemente hacia ella.

El mundo de Elena se inclinó sobre su eje. El divorcio... Carmen... ¿ellos dos?

—Llegas tarde —dijo Diego. No había frialdad en su voz ahora. Había una familiaridad cómplice.

—El tráfico era terrible —ronroneó Carmen. Luego, giró la cabeza y miró a Elena.

Fue una mirada de triunfo depredador. La mirada de alguien que no solo quiere ganar, sino que quiere ver al perdedor retorcerse.

—Oh, Elena. Sigues aquí. —Carmen hizo un puchero falso—. Debes estar devastada. Pero no te preocupes, cuidaré bien de la casa. Siempre me gustó tu habitación principal. Tiene mejor luz.

Elena se puso de pie. Las piernas le temblaban tanto que tuvo que apoyarse en el respaldo de la silla de cuero.

—Tú... —Elena intentó hablar, pero la garganta se le cerró. La traición era demasiado grande para caber en palabras.

—Nosotros —corrigió Carmen, apretando el bíceps de Diego—. Deberías irte, hermanita. La seguridad te espera abajo para escoltarte fuera del edificio. No queremos escenas, ¿verdad?

Carmen levantó la mano para acomodarse un mechón de su cabello negro, corte bob perfecto.

Y entonces, Elena lo vio.

El tiempo se detuvo. El sonido del aire acondicionado desapareció. El abogado desapareció. Solo quedó ese destello dorado bajo la luz fluorescente de la oficina.

En la muñeca derecha de Carmen, brillando con una burla cruel, había un brazalete de oro.

No era un brazalete cualquiera.

Era su brazalete.

Oro antiguo. Eslabones entrelazados. Un dije con forma de sol. El brazalete que su padre, Alejandro Vargas, le había puesto a Elena en su lecho de muerte hace dieciocho años. El único objeto que Elena nunca se quitaba. El objeto que había "perdido" misteriosamente hace dos días durante la mudanza forzada.

—Ese brazalete... —susurró Elena. Su visión se llenó de puntos negros.

Carmen bajó la mano lentamente, rozando la tela del traje de Diego. El oro brilló contra el gris oscuro.

—¿Esto? —Carmen sonrió. Una sonrisa llena de dientes—. Diego me lo dio. Dijo que a mí me lucía mejor. Que a ti siempre te quedó... grande.

Elena miró a Diego. Buscando una negación. Buscando un rastro de humanidad.

Pero Diego solo miró hacia otro lado, hacia la ventana, evitando sus ojos.

No fue el divorcio lo que la rompió. No fue la pérdida de la casa.

Fue eso.

Ver su historia, su vínculo sagrado con su padre muerto, colgando de la muñeca de la mujer que le había robado la vida.

Algo se quebró dentro de Elena. No fue un hueso. Fue su alma.

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