Mundo ficciónIniciar sesión*Toc. Toc. Toc.*
No era nadie en la puerta. Era la lluvia.
Gotas gordas y sucias golpeaban el cristal delgado de la única ventana del apartamento. El sonido era metálico, irritante, como uñas rascando una pizarra.
Elena Vargas estaba sentada en el suelo, sobre un colchón que olía a humedad y a vidas ajenas.
Hacía cuarenta y ocho horas, dormía en sábanas de algodón egipcio de mil hilos. Ahora, su mundo se reducía a treinta metros cuadrados de linóleo descascarado en el barrio más gris de Barcelona.
No había encendido la calefacción. El frío le ayudaba a pensar. El frío mantenía a raya la histeria que arañaba las paredes de su cráneo, pidiendo salir a gritos.
En su mano derecha, una lupa de plástico barato que había comprado en un bazar de la esquina.
En su mano izquierda, la foto.La única prueba de que su vida entera había sido un decorado de cartón piedra.
—Mírala —se ordenó a sí misma en voz alta. Su voz rebotó en las paredes vacías—. Deja de llorar y mira.
Acercó la lupa. El círculo de aumento se posó sobre el rostro de su padre, Alejandro.
Siempre lo recordaba como un gigante amable. El hombre que le leía cuentos, que le curaba las rodillas raspadas con besos y tiritas de colores. Pero el hombre de la foto no era ese padre.
Bajo la luz parpadeante de la bombilla desnuda del techo, la expresión de Alejandro se transformó en algo siniestro.
No estaba sonriendo. Tenía la mandíbula tensa. Sus ojos, esos ojos ámbar que Elena había heredado, no miraban a la cámara. Miraban algo fuera de cuadro con una intensidad que helaba la sangre.
Miedo.
Su padre tenía miedo.Elena movió la lupa hacia la niña en sus brazos. Carmen.
La pequeña Carmen de la foto no se parecía en nada a la mujer depredadora que había entrado en la oficina de Diego. Esta niña estaba... rota. Tenía los ojos desorbitados, como un animal atrapado en los faros de un coche antes del impacto. Y se aferraba a la bata blanca de Alejandro no con cariño, sino con desesperación.
Como si él fuera lo único sólido en un infierno.
—¿Por qué? —susurró Elena. Sintió una punzada aguda en la sien.
Desplazó la lupa hacia el fondo de la imagen.
Hasta ese momento, había asumido que era una oficina cualquiera. Pero ahora, enfocando los detalles borrosos detrás de las figuras, el aire se le atascó en la garganta.
No eran estanterías de libros.
Eran jaulas.Jaulas de acero inoxidable, alineadas contra una pared de azulejos blancos. Y mesas con correas de sujeción. Y monitores apagados que reflejaban una luz azulada fantasmal.
Elena soltó la lupa. Cayó sobre el colchón con un golpe sordo.
Reconocía ese lugar.
Era el Sótano 4. El "Archivo Muerto" de la mansión. El lugar donde su padre le había prohibido entrar bajo amenaza de castigos severos. *"Ahí abajo hay productos químicos peligrosos, Elena. Nunca bajes. Prométemelo"*.
Ella lo había prometido. Había creído que la protegía.
*«Mentira»*, pensó, y el pensamiento fue un sabor amargo en su lengua. *«No te protegía a ti. Se protegía a él. Protegía su secreto»*.
Se puso de pie, incapaz de quedarse quieta. Caminó los tres pasos que separaban la cama de la cocineta. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba que alguien le dijera que estaba loca, que estaba viendo cosas donde no las había.
Agarró su teléfono. La pantalla estaba agrietada, otra víctima de la mudanza forzada.
Marcó el número de Laura, su asistente personal durante tres años. La chica que le traía café, que conocía sus alergias, que le juraba lealtad eterna en cada fiesta de Navidad.
*Tuu... tuu... tuu...*
—El número que usted marcó ha sido desconectado o no está disponible...
Elena colgó. Marcó a Roberto, el jefe de investigación. Un viejo amigo de su padre.
*Buzón de voz directo.*
Marcó a la recepción de NeuroPharma.
—NeuroPharma, innovando para su mente. ¿En qué puedo...?
—Soy Elena Vargas. Necesito hablar con... —Lo siento, no hay nadie con ese nombre en nuestro directorio de empleados activos. —¡Soy la dueña del cuarenta por ciento de las malditas acciones! ¡Pásame con Recursos Humanos! —La señora Carmen Vargas-Thorne ha dado instrucciones de no transferir llamadas externas no autorizadas. Que tenga un buen día.*Clic.*
Elena miró el teléfono como si fuera un objeto alienígena.
La habían borrado.
En menos de 48 horas, la habían extirpado de la empresa como si fuera un tumor maligno.No era solo un divorcio. Era una ejecución sistemática de su identidad.
La soledad la golpeó entonces. No fue una tristeza poética. Fue un golpe físico en el estómago que la dobló en dos. Se apoyó en la encimera pegajosa, respirando con dificultad.
*«Estoy sola. Papá me mintió. Diego me vendió. Carmen me odia. No tengo a nadie»*.
Las lágrimas amenazaron con salir, calientes y furiosas, pero un sonido agudo las detuvo.
*Ping.*
Su laptop personal, abierta sobre una caja de cartón que servía de mesa, se iluminó.
Una notificación de correo urgente.
El remitente era automático: **SISTEMA DE SEGURIDAD IT - NEUROPHARMA.**
Elena se acercó a la pantalla. Sus manos temblaban, pero sus ojos devoraron el texto.
> **ASUNTO: NOTIFICACIÓN DE TERMINACIÓN Y REVOCACIÓN DE CREDENCIALES**
> > *Estimada Ex-Empleada:* > > *Se le notifica que, debido a la reestructuración corporativa y a violaciones de los términos de confidencialidad, su contrato ha sido rescindido con efecto inmediato.* > > *Protocolo de Seguridad Nivel 5 activado.* > > *Sus credenciales de acceso remoto al servidor central serán eliminadas permanentemente y todos sus archivos personales serán purgados en:* > > **23 HORAS, 59 MINUTOS.**Elena miró el contador regresivo. Los números rojos cambiaban implacablemente.
*58 minutos... 57 minutos...*
El miedo se evaporó.
La tristeza se secó instantáneamente, reemplazada por una inyección de adrenalina pura que le erizó la piel.Iban a borrarlo todo. Los correos de su padre. Los registros de los experimentos. La verdad sobre la niña de la foto.
Carmen quería enterrar el pasado. Quería cementar la mentira sobre las ruinas de la vida de Elena.
Elena miró la foto una vez más. A la niña con el moretón. Al padre con la mirada culpable.
—Quieres jugar, Carmen —susurró Elena. Su voz ya no temblaba. Era acero frío—. Bien. Juguemos.
Tengo veinticuatro horas.
No tengo casa. No tengo marido. No tengo dinero.
Pero tengo mi contraseña maestra. Y tengo la rabia de una hija que acaba de descubrir que su dios era un monstruo.
Se sentó frente al teclado. Sus dedos volaron sobre las teclas, iluminados por el brillo azul de la pantalla.
La barra de carga apareció.
**CONECTANDO...**
Si iba a caer, se aseguraría de llevarse el imperio de su padre con ella.







