La mesa no era una mesa. Era un campo de batalla hecho de madera aglomerada y manchas de grasa de pizza barata.
Sobre ella, desplegados como la piel de un animal disecado, estaban los planos arquitectónicos de la sede central de Apex AI.
El "Piso Franco" que Rafael había conseguido a última hora era, en realidad, el almacén trasero de una lavandería industrial en las afueras de Hospitalet. Olía a detergente químico, a vapor caliente y a desesperación. El zumbido constante de las lavadoras gigantes al otro lado de la pared servía para enmascarar cualquier conversación.
Diego Salazar se aflojó la corbata de seda por quinta vez en diez minutos. Parecía un animal exótico atrapado en un zoológico de mala muerte. Su traje italiano de tres piezas, ahora arrugado y manchado de sudor, era un insulto en aquel lugar.
—Deja de moverte —gruñó Rafael. Estaba sentado frente a él, limpiando su navaja con un trapo sucio. La mirada que le lanzaba a Diego era más afilada que el acero—. Me pones nervioso