*Ssssss.*
El alcohol de farmacia mordió la carne abierta con la ferocidad de una víbora invisible.
Elena ahogó un grito, clavando las uñas en el colchón hundido del motel de carretera donde habían parado. Su cuerpo se arqueó involuntariamente, un arco de tensión pura bajo la luz amarillenta y parpadeante de la lámpara de mesa.
—Lo siento —murmuró Rafael. Su voz era ronca, baja, íntima.
Estaba arrodillado frente a ella, entre sus piernas abiertas, enfocado en su brazo izquierdo con la intensidad de un cirujano en zona de guerra. Sus manos, grandes y callosas, estaban manchadas con la sangre de Elena. Sangre seca, oscura, y sangre fresca, roja y brillante.
—No te muevas —ordenó él, empapando otro algodón—. Tengo que sacar los restos de cristal antes de vendarlo. Si se infecta, perdemos el brazo. Y te necesito entera.
Elena miró hacia abajo.
El contraste era hipnótico. La piel pálida y suave de su antebrazo, rota por el tajo violento y feo. Y las manos de Rafael, curtidas, llenas de cica