La brisa de la tarde era suave, como si el mundo entero supiera que algo sagrado acababa de suceder. Afuera del hospital, un Rolls-Royce Phantom negro, pulcro y elegante, reposaba junto a la acera. Su carrocería relucía bajo los rayos dorados del atardecer, reflejando el cielo en su pintura como si fuera un espejo líquido. Las líneas sobrias y curvas del auto transmitían una elegancia atemporal, una presencia que no requería estridencias para imponer respeto. Las puertas traseras abiertas esperaban en silencio, como si también el auto entendiera que era testigo de un momento irrepetible.
Sofía avanzó lentamente, sostenida por la ternura de cada paso. A su lado, Naven caminaba con una expresión que mezclaba la solemnidad de un guardián con la vulnerabilidad de un hombre que acaba de conocer el amor más puro. En sus brazos, envuelta en una manta de algodón blanco y bordados en tono perla, dormía Mavie, la hija de ambos, apenas con días de vida. Su carita, apenas visible bajo el gorrito