Los médicos habían constatado de que Sofia estaba en buenas condiciones de Salud, y que mañana o esa tarde obtendrá el alta, Naven asintió. Y Sofia estaba perdida ante el encanto de su hija.
Ella tenía entre sus brazos a la pequeña envuelta en una manta de lino suave. El sol de la mañana entraba por la ventana del hospital, tiñendo de oro pálido las paredes y reflejándose en los ojos grises de su hija, tan intensos y serenos como un lago en calma. La pequeña princesa, con su diminuta boca arqueada en muecas soñolientas, parecía aún parte de otro mundo, uno donde la ternura era el idioma y el tiempo no corría.
Naven al volver después de ajustar algo por unos minutos afuera, entró en la habitación con pasos pausados, como si temiera alterar aquella paz sagrada. Se detuvo al borde de la cama, y su mirada se encontró con la de Sofía. En su rostro había algo distinto: no solo el cansancio de las últimas horas, sino una dulzura nueva, una fuerza que brotaba de un amor que lo envolvía todo