Sofía caminaba por los pasillos del hotel como si el suelo no tuviera consistencia. Sus pies se movían, pero su mente seguía atada a la suite, a la figura imponente de Naven Fort, a las cláusulas de aquel contrato que ahora comenzaban a marcar su destino como si fueran tatuajes invisibles.
Las luces suaves del pasillo apenas rozaban su rostro. La opulencia del hotel, sus alfombras gruesas, sus paredes forradas en seda y mármol, contrastaban con el torbellino de emociones que giraba dentro de ella. Apenas unas horas atrás había tenido un examen. Su vida parecía avanzar por dos caminos distintos: el de una estudiante universitaria común y el de una pieza en el juego de poder de los hombres más influyentes del continente. Llegó frente a la puerta de la habitación donde Catalina descansaba. Respiró hondo antes de llamar. No quería que su amiga notara lo que estaba ocurriendo… no aún. La puerta se abrió casi al instante. Catalina tenía una bata suave color lavanda, y sus ojos se iluminaron apenas vio a Sofía. —¡Sofi! —exclamó, extendiendo los brazos—. ¡Pensé que te habías ido! Sofía forzó una sonrisa. —Claro que no. Solo necesitaba un momento para… pensar. Catalina no insistió. Algo en los ojos verdes de su amiga —ahora más apagados, casi sombríos— le decía que debía esperar. Así que simplemente la tomó de la mano y la guió hacia el sofá junto a la ventana. —¿Quieres té? ¿Agua? Me trajeron frambuesas frescas —ofreció con voz suave. —Solo sentarme contigo está bien —respondió Sofía, bajando la mirada. La habitación estaba en silencio. Catalina, aún sin comprender nada, se sentó junto a ella, sus dedos entrelazados con los de su amiga como si temiera perderla en cualquier momento. —¿Sofi… estás segura de que estás bien? Sofía asintió con la cabeza, pero no emitió palabra. El reloj marcaba las cinco con veintisiete minutos. Afuera, el cielo de Madrid comenzaba a teñirse de un ámbar suave, anunciando el atardecer. Fue entonces cuando el teléfono de la habitación sonó. Catalina se incorporó de inmediato, confundida. No esperaba llamadas. —¿Diga? Sofía giró ligeramente la cabeza para observarla. Catalina se quedó inmóvil, escuchando. —¿Perdón? ¿Cómo que ya no…? El silencio se alargó. Sofía sintió su pulso acelerar. —Entiendo. Sí, gracias —dijo Catalina, y colgó. Volvió a sentarse, con el ceño fruncido. Giró lentamente hacia Sofía. —Era alguien del entorno de Harry Meyer… —empezó a decir, claramente confundida—. Dijeron que el compromiso ya no era necesario. Que no habrá matrimonio. No entendí muy bien. Lo dijeron como si fuera algo resuelto desde otra esfera. Sofía tragó saliva. Sabía que ese momento llegaría. Ya no podía guardarlo para sí. —Cata… —susurró, tomando las manos de su amiga entre las suyas—. Yo hice algo. Catalina la miró fijamente. —¿Qué hiciste? —Fui a hablar con él —respondió, bajando la mirada—. Con Naven Fort. Los ojos de Catalina se abrieron con sorpresa. —¿Por qué harías algo así? —Porque no podía dejar que te obligaran a algo que tú no querías. Porque tú siempre has estado para mí. Porque eres como una hermana. Y porque… a veces la vida no nos da opciones fáciles. Catalina negó con la cabeza, aún sin comprender. —¿Qué le dijiste? —Le pedí ayuda. Le rogué que te protegiera de ese compromiso. Y él lo hizo. Pero… no fue gratis. Catalina la miraba con creciente angustia. —¿Qué le diste a cambio? Sofía respiró hondo, conteniendo las lágrimas. —Acepté casarme con él. La habitación quedó en silencio. Catalina no dijo nada. Solo se quedó mirando a su amiga, con los labios entreabiertos, como si las palabras no pudieran atravesar el nudo que se le había formado en la garganta. —No —murmuró al fin, con voz trémula—. No. No puedes… ¿Estás diciendo que tú… que tú aceptaste casarte con Naven Fort para salvarme? Sofía asintió. —No podía dejar que te entregaran a Harry. Él… es peligroso. Tú no habrías sobrevivido ni un mes con él. Catalina se cubrió la boca con una mano. Las lágrimas comenzaron a asomar en sus ojos oscuros. —¡Pero, Sofi, tú tampoco deberías tener que…! —No digas nada —interrumpió Sofía con suavidad—. Ya está hecho. No me arrepiento. Catalina se levantó y comenzó a caminar por la habitación, presa de la angustia. —Esto es una locura. ¡Una locura! Ese hombre… Naven Fort no es alguien común. ¡Tiene fama de ser implacable! Las mujeres lo rodean como polillas a una llama, y él… él nunca se queda con nadie. ¡No puede tratarte como una esposa! Sofía la miró con serenidad. —Lo sé. Pero puedo soportarlo. Siempre he sido fuerte. Y al menos tú estás a salvo. Catalina se arrodilló frente a ella, tomando sus manos con fuerza. —No sé cómo agradecerte esto… ni cómo permitirlo. Sofía le acarició la mejilla con ternura. —No tienes que agradecer nada. Solo prométeme que vas a ser feliz. Que vas a vivir tu vida sin cargar con esta culpa. Catalina rompió en llanto, abrazándola con fuerza. Sofía la sostuvo, como tantas veces lo había hecho en el pasado, en días de estudio, de derrotas, de triunfos compartidos. Y mientras ambas se abrazaban, en silencio, más allá de las paredes del hotel, en los altos edificios donde los nombres y los apellidos tejían destinos, el nombre “Morgan” comenzaba a hacer eco en el pensamiento de Naven Fort. Un apellido que él no había esperado. Una mujer que no encajaba en su mundo. Pero a la que ya no podría apartar. Unas horas después habían abandonado el hotel, ya mañana Sofia acudirá a Naven nuevamente o quizás envíen por ella, pero ahora lo mejor que podía hacer era alejarse de aquel hotel. El departamento de Sofía era acogedor y siempre olía a lavanda. Catalina lo conocía bien. Muchas noches de estudio, de risas o de llanto habían transcurrido entre esas paredes. Sin embargo, aquella noche todo se sentía distinto. Más frío. Más lejano. Catalina se quedó dormida en el sofá con una manta ligera encima. Había insistido en acompañarla, y Sofía no había tenido fuerzas para discutir. Estaba agradecida de no estar sola, aunque su mente insistía en encerrarla en un laberinto de pensamientos oscuros. El reloj de la cocina marcaba las dos de la madrugada. Sofía se encontraba sentada en el borde de su cama, con las piernas recogidas y un suéter de lana que apenas lograba protegerla del escalofrío que nacía dentro de ella. La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la débil luz que entraba desde la calle a través de las persianas. No podía dormir. Los pensamientos no la dejaban. Su móvil estaba apagado. No por falta de batería, sino por miedo. Miedo a que sus padres llamaran. A que su madre —siempre tan intuitiva— percibiera el temblor en su voz. A que su padre —el imponente Alessandro Morgan— preguntara con firmeza qué estaba sucediendo. Porque si lo hacía, si su padre alzaba la voz con ese tono de autoridad que imponía respeto en toda sala de juntas… ella no podría mentirle. Pero ¿cómo les diría? ¿Cómo explicaría que había aceptado casarse con un hombre que apenas conocía, solo para salvar a una amiga? ¿Cómo explicar que ese hombre no era cualquiera, sino Naven Fort, el magnate más frío y temido del mundo empresarial de España? Sofía conocía los rumores. Todos los conocían en Madrid, y ella allí metida hasta el fondo con él. Un hombre que movía fortunas con una llamada, que cerraba contratos sin parpadear, que no titubeaba en destruir reputaciones o empresas enteras si eso le otorgaba una mínima ventaja. Naven Fort era un rey sin corona, uno que no necesitaba título alguno porque el mundo ya se inclinaba a su paso. Y ahora, ella, Sofía Morgan, se había convertido en parte de su juego. Hundió el rostro entre las manos. El corazón le latía tan fuerte que sentía que no podría sostenerlo mucho más. Aquel nombre —Fort— le producía una mezcla de respeto, miedo y… una inquietud que no sabía identificar. No era solo su poder. Era la manera en que la había mirado, la frialdad en sus ojos, la calma con la que hablaba, como si todo —incluso ella— fuera parte de un tablero. Ahora tenía otras dudas ¿Naven Fort conocía a su familia? ¿Los Morgan conocen a los Fort? Sofía deseó poder preguntárselo a alguien, deseó que la respuesta estuviera en un libro, en un correo, en algo que pudiera leer sin tener que enfrentarse directamente a él. Después de todo ella no era una simple chica, era conocedora de lo que implica el apellido de sus padres. Muy pronto estaría comprometida públicamente y se imaginaba la ira de su padre, la duda de sus hermanos. Se abrazó a sí misma, el cuerpo tiritando no solo de frío, sino de incertidumbre. ¿Y si se arrepentía? ¿Y si ya era demasiado tarde para retroceder? Miró hacia el sofá. Catalina dormía tranquila, con el rostro relajado, como si al fin hubiera podido soltar todo el peso que la asfixiaba. Esa paz era la única razón por la cual Sofía no se permitía romper en llanto. Se levantó despacio, caminó hasta la cocina y sirvió un vaso de agua. Sus manos temblaban ligeramente. El cristal tintineó al rozar el fregadero. “Estás bien, Sofía”, se dijo a sí misma. Pero no lo estaba. No cuando al cerrar los ojos aparecía Naven frente a ella, con su traje oscuro, su expresión impenetrable, y esa voz grave que parecía emitir órdenes incluso cuando hablaba en tono bajo. ¿Qué esperaba de ella? ¿La trataría como a una socia más, o como una pieza decorativa para sus intereses? ¿Habría alguna clase de límite, o todo era parte del precio? Apoyó la frente contra el refrigerador, intentando calmarse, observó las fotografías de sus pequeños sobrinos, Alexander, Alessio y Abigail. Tenía miedo. Pero también determinación. Una parte de ella —pequeña, pero persistente— se negaba a quebrarse. Era una Morgan. Su padre siempre le había dicho: “Sofía, nunca olvides quién eres. Cuando te enfrentes al mundo, no serán tus palabras, sino tu postura la que marque la diferencia.” Y eso era lo que intentaría hacer. Volvió a su habitación, se sentó en el suelo, abrazada a una almohada. Se permitió llorar. En silencio. Lágrimas que no eran de arrepentimiento, sino de cansancio. De confusión. De humanidad. A las cuatro y media, aún no había conciliado el sueño. Se asomó a la ventana. El cielo comenzaba a palidecer. Una nueva mañana estaba por llegar.