Madrid parecía despierta demasiado temprano aquel día. El cielo aún no se decidía entre la bruma y la luz, cuando una elegante berlina negra se detuvo frente al edificio del Registro Civil. Dos guardaespaldas descendieron primero, abriendo la puerta trasera con precisión y sin palabras. De ella bajó Naven Fort.
Vestía un traje gris oscuro, perfectamente entallado, sin una sola arruga, como si el día fuese uno más entre sus incontables conquistas empresariales. Su caminar era recto, decidido, y su mirada no se desviaba ni por un segundo. A su alrededor, algunas mujeres que esperaban en el lugar —secretarias, abogadas, asistentes— no ocultaron sus reacciones. Más de una se giró a verlo pasar, otras se empujaron entre murmullos, fascinadas por su presencia. Algunas incluso sonrieron abiertamente, sin el menor pudor.
Pero Naven no se inmutó. Caminaba como si no existiera nadie más en el mundo. Ni un solo vistazo, ni una expresión. Solo su sombra proyectándose alargada sobre el suelo de má