Las puertas de hierro forjado de la Residencia Fort se abrieron con elegancia mecánica, como si reconocieran la llegada de su dueño. El coche se deslizaba lentamente por el camino central, flanqueado por jardines perfectamente cuidados. Pero esa tarde, el silencio majestuoso del lugar fue roto por un pequeño ladrido entusiasta.
Desde la ventana trasera del vehículo, el cachorro Doki asomaba la cabeza, su lengua afuera, moviendo la cola sin control. En su regazo, Sofía sostenía a Ares, quien lo observaba con la dignidad de un emperador tolerante, aunque sin mostrar desagrado. Era, en sí mismo, un milagro.
Cuando el coche se detuvo frente a la entrada principal, la primera en salir fue Sofía. Iba abrazando al pequeño perro con una mano, mientras Ares, con sorprendente paciencia, caminaba junto a ella con la cola alzada. Doki ladró al pasar por los escalones, como si le estuviera anunciando al mundo su nueva casa.
Desde la puerta principal, Inés, observaba todo. Pero esta vez, su rostro,