Sofia había tomado la decisión de ir por Ares y traer sus libros para leer más acerca de su defensa. La pequeña mujer estaba sentada en el jardín, con la espalda recta y el rostro ligeramente inclinado hacia el sol. La mañana madrileña ofrecía una tregua al calor habitual, y la brisa que se colaba entre los setos de boj traía consigo el leve perfume de las lavandas recién regadas. El silencio era solo interrumpido por el ocasional zumbido de una abeja o el crujido de las hojas bajo el paso de Ares entre los arbustos.

Había dejado a un lado su libro, no por aburrimiento, sino porque el silencio era demasiado tentador.

Disfrutaba de la escasa quietud que le ofrecía la Residencia. Desde que había firmado aquel contrato matrimonial con Naven, toda la paz había acabado.

Pero la paz se quebró sin aviso. La puerta de cristal que conectaba la casa con el jardín se abrió de golpe, sin la habitual discreción de la servidumbre. Sofía levantó la vista, frunciendo el ceño. Era Inés, la ama de llav