Sofía descendía con cuidado los escalones, sus dedos rozando la baranda como si temiera que el más mínimo ruido alertara a alguien. El silencio matutino era engañoso, y su estómago se retorcía no por hambre, sino por una inquietud que no lograba sacudirse desde la noche anterior. Pero se le habían pegado las sábanas tampoco Naven la había despertado. Había tenido la esperanza de que, al bajar temprano, podría servirse un café y desayunar en soledad hoy, pero no se habia despertado y ahora estaba arrepintiendose de eso. Pero apenas cruzó el umbral del comedor, sus pasos se detuvieron en seco.
Allí estaban dos personas ya.
Geraldine, sentada con la espalda erguida como si el respaldo de la silla le perteneciera, y Brenda a su lado, moviendo su cuchara en una taza de porcelana con una lentitud que rozaba lo teatral. Ambas alzaron la mirada, aunque fue Geraldine quien giró primero, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
Sofía intentó dar un paso atrás, con el corazón latiéndole en los