La mansión de Sanathiel respiraba con el ritmo de la noche. Las sombras de la luna roja se reflejaban en los vitrales del estudio, dibujando líneas carmesí sobre el rostro del lobo blanco. En sus manos, el medallón lunar palpitaba, sincronizado con un latido ajeno. El de ella.
Noah irrumpió sin ceremonias, su perfume con ceniza y azufre corrompiendo el aire.
—¿Jugamos a las visiones otra vez, Sanathiel? —Sus ojos de felino brillaban bajo la capucha—. Las respuestas suelen cortar más que las espadas.
Sanathiel no se volvió. En el espejo del desván, entre velas negras que chisporroteaban como estrellas moribundas, solo se reflejaba el vacío.
—Quiero ver su pasado, no el mío.
Noah rió, un sonido de uñas arañando mármol.—El amor es un espejo roto, querido. Cuidado con lo que deseas ver.
El medallón ardió entre los dedos de Sanathiel cuando cruzó el umbral del espejo.
Al otro lado, el aire olía a lavanda y miedo.
Su habitación. Su cama. Ella, dormida, el ceño fruncido como si luchara contra