El sonido de la lluvia contra los cristales fue lo único que acompañó el desayuno en la mansión Herbert aquella mañana. Isabel notó la ausencia de Edward antes que nadie. Miró hacia la cabecera de la mesa, donde solía sentarse con esa sonrisa confiada, y se extrañó al no verlo. William, en cambio, no dijo una palabra.
—¿Y Edward? —preguntó Isabel, con la taza de té en las manos.
Uno de los sirvientes respondió:
—Salió temprano, señorita. Dijo que debía atender un asunto urgente en Bath. No quiso que lo acompañara nadie.
William bajó la mirada a su plato. Fingió desinterés, pero por dentro, una alarma se activó. Edward nunca se iba sin anunciarse con pompa, y menos a un lugar como Bath, donde supuestamente no tenía conocidos. La excusa no encajaba. Tampoco la prisa con la que había empacado, ni su actitud los días anteriores.
Apenas terminó el desayuno, William mandó llamar a Marcus.
—Síguelo —ordenó, sin rodeos—. No me gusta esto.
Marcus no preguntó nada. Tomó su abrigo y salió sin dem