El sol de la mañana entraba suavemente por los ventanales del invernadero, iluminando las flores que Isabel había colocado en las mesas. El ambiente estaba tranquilo, pero algo en el aire parecía pesado, como si algo estuviera por suceder. Isabel miraba a William, quien no parecía notar la calma que la rodeaba.
—¿Dormiste mal? —preguntó ella, con suavidad.
William no respondió de inmediato. Estaba mirando por la ventana, perdido en sus pensamientos. Cuando por fin giró hacia ella, su mirada no era tan cálida como de costumbre.
—Solo he estado pensando —respondió con voz baja, intentando sonar casual—. Asuntos de la finca.
Isabel no insistió, pero algo en su tono le dijo que él no estaba siendo completamente honesto. Antes de que pudiera decir algo más, Edward entró en el invernadero con su característico aire de confianza. Su sonrisa era amplia, pero su mirada no era tan inocente.
—¿Interrumpo? —dijo, acercándose a la mesa.
Isabel lo invitó a sentarse, ofreciéndole una taza de té, mien