El amanecer llegó tres días después cubierto de una bruma espesa, como si el cielo mismo se negara a dejar partir a Caleb. El reloj marcaba las seis, y el aire olía a lluvia, a despedida… a algo que Rous no sabía nombrar, pero sentía muy dentro del pecho.
Caleb estaba de pie frente a la puerta, con su vieja mochila al hombro, la chaqueta gris que tanto había remendado ella, y esa mirada firme que solo mostraba cuando estaba decidido a algo.
Pero detrás de esa aparente calma, su alma se deshacía en silencio. Rous, aún con el camisón blanco, lo observaba desde el marco de la puerta, sosteniendo una taza de café que se enfriaba entre sus manos temblorosas. —¿Tienes que irte tan temprano? —preguntó con voz queda, buscando en su mirada una razón para retenerlo.
Caleb la miró, intentando grabar en su mente cada detalle: el brillo húmedo de sus ojos, el desorden suave de su cabello, esa fragilidad que solo él conocía.
Y mintió con ternura. —Es trabajo, amor —susurró, acercándose—. Me necesit