David se irguió de un movimiento lento, ceremonioso, como quien cambia de máscara antes de dar el golpe final. Cruzó la mesa con pasos medidos y se plantó junto a Caleb. Le dio tres palmadas duras en la espalda, que resonaron dentro de las costillas como si fueran un gesto de bienvenida o de posesión.
Sin apartar la mirada, deslizó la mano dentro de su chaqueta y sacó algo frío que brilló al sol del puerto: una pistola de nueve milímetros, combinación extraña de dorado y plata, reluciente y mortal. La dejó caer sobre el mantel con un sonido seco.
El metal sobre la mesa llamó la atención de todos. El Turco sonrió con los ojos entrecerrados. Lucio ya no estaba; en su lugar, aquella arma parecía ahora la herencia de la calle, el símbolo que marcaba quien mandaba y quién obedecía.
Caleb sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, pero no lo permitió traducirse en gesto. Alzó el vaso y dio otro trago, como si el alcohol pudiera templar la tensión que tironeaba sus entrañas.
David apoy