El camino de regreso fue un silencio lleno de preguntas en el aire sin responder.
Lucien conducía sin hablar, con la mandíbula tensa y los dedos crispados en el volante. Cada tanto, me lanzaba miradas de reojo, como si esperara que me desvaneciera de un momento a otro. Yo, por mi parte, miraba el reflejo de las luces en la ventana del auto, preguntándome en qué momento mi vida se volvió parte de algo mucho más grande y mucho más oscuro.
Ninguno mencionó más el rayo púrpura.
Ninguno habló del fuego que todavía parecía latir en nuestras bocas.
Cuando llegamos a la puerta de mi casa, me sentí repentinamente expuesta, como si algo invisible me hubiera estado siguiendo desde el muelle.
—Gracias por… esta noche —murmuré, sin saber bien cómo llamarla. “Cita” parecía un eufemismo ridículo.
Lucien asintió, sus ojos aún rojos, aunque más apagados.
Se inclinó hacia mí, pero se detuvo a medio camino.
—No sé qué eres, Ángela —dijo en voz baja, casi con reverencia—. Pero sea lo que sea… no me aleje