San Gregorio era un pueblo detenido en el tiempo. Un puñado de casas de adobe y techos de lata se extendían alrededor de la plaza central, donde la iglesia imponía su sombra. Las calles eran de tierra, y en verano levantaban un polvo que se pegaba a la piel como si quisiera marcar a todos con el mismo color ocre. Los hombres trabajaban en el campo, las mujeres cuidaban el hogar y la reputación era la moneda más valiosa: se respetaba a quien tenía apellido, dinero y familia completa. Los que no cumplían esas reglas eran mirados como extraños, aunque hubieran nacido allí.
Marta, la madre de Adriana, sabía bien lo que era cargar con la mirada ajena. Su marido la había abandonado cuando ella apenas era una mujer joven. Desde entonces, trabajó de sol a sol lavando ropa ajena, cosiendo para las vecinas o limpiando casas. Lo hacía con dignidad, pero en San Gregorio la dignidad no bastaba: lo que importaba era el juicio colectivo y el juicio sobre Marta era implacable: “mujer sin marido, mujer perdida”. Adriana creció bajo esa sombra. Era una niña de cabello oscuro, ojos verdes profundos y un silencio que la envolvía siempre. Desde pequeña escuchaba a su madre repetir, casi como un rezo invertido: -Nunca confíes en los hombres, Adriana. Ellos prometen, usan y después se van. Si quieres sobrevivir, hazlo sola… Las palabras se le quedaron grabadas como tatuajes invisibles. Aunque no entendía del todo lo que significaban, pronto descubrió que en el pueblo se encargaban de recordárselo cada día. En la escuela, los otros niños eran crueles. -Esa es la que no tiene papá - decían con risitas burlonas. - Seguro que su mamá es una cualquiera - añadían, repitiendo lo que escuchaban en sus casas. Adriana apretaba los labios y guardaba silencio. Sabía que, si respondía, se burlarían más. Aprendió a morderse la lengua, a caminar con la cabeza erguida, a fingir indiferencia mientras por dentro se desangraba. Cada burla era como una piedra que guardaba en el bolsillo de su memoria. No olvidaba nada. Por las noches, cuando Marta dormía, Adriana lloraba en silencio bajo las mantas. No lloraba por un padre ausente al que nunca conoció, sino por el peso de sentirse distinta, marcada, cuando solo deseaba ser una niña normal, como las de su pueblo y de las que tanto deseaba ser amiga. Sin embargo, cada mañana se levantaba con los ojos secos y el rostro serio. Frente al espejo rajado de su cuarto, practicaba la misma expresión de su madre: dura, desafiante, impermeable. Marta, al ver las lágrimas escondidas, la reprendía con dureza. -No les des el gusto de verte llorar. Si lloras, ellos ganan. Si te mantienes de pie, ellos pierden. ¿Me entendiste? Adriana asentía. Esa lección se le quedó grabada como un escudo invisible: nunca mostrar debilidad en público. La vida en San Gregorio era repetitiva. Los domingos, las campanas de la iglesia repicaban y el pueblo entero se reunía en misa. Marta rara vez asistía. -No necesito rezar junto a hipócritas - decía con desprecio. Esa decisión las aislaba aún más. Mientras las demás familias compartían sonrisas en la plaza, Marta y Adriana permanecían en casa, cocinando un guiso sencillo o lavando ropa. Adriana sentía curiosidad por la misa, pero aprendió a callar y seguir a su madre, sin replicar absolutamente nada. En ese aislamiento, encontró refugio en los libros. La biblioteca de la escuela era pequeña, pero para ella era un tesoro. Leía novelas, historias de lugares lejanos, relatos de ciudades con luces y avenidas anchas. Soñaba con escapar a esos mundos. Cuando se acostaba por la noche, imaginaba edificios altos, calles llenas de gente que no la conocían, universidades donde podía estudiar sin que nadie le preguntara quién era su padre, cuál era su apellido o que tan importante era su familia. Una tarde, la maestra pidió a cada alumno que dijera qué quería ser de grande. Los demás respondieron con oficios sencillos: costureras, carpinteros, agricultores, lo típico en aquel pueblo abandonado por Dios. Adriana esperó su turno y cuando todos la miraron, dijo con voz clara y decidida: -Quiero ser abogada… La sala estalló en risas. - ¿Y quién te va a pagar la universidad? - preguntó uno de sus compañeros. -Si ni papá tienes… - añadió otro con evidente burla. Adriana no bajó la cabeza. Los miró con firmeza, aunque por dentro se moría de vergüenza. Esa noche, en casa, se lo confesó a su madre. -Quiero estudiar en la universidad, quiero ser más, mucho más… Marta la miró en silencio, luego suspiró. -Eso cuesta dinero, hija. Mucho dinero y sabes que no lo tenemos – respondió con serenidad. -Entonces trabajaré. Pero lo voy a lograr, no dejare que ese condenado pueblo me consuma – dijo segura. El orgullo brilló un instante en los ojos de Marta, aunque enseguida lo cubrió el temor. Sabía que su hija no se conformaría con el destino del pueblo y que deseaba salir de ahí, conocer el mundo. Y conforme crecía, Adriana empezó a sentir el peso del rechazo en carne viva. A los trece años, intentó acercarse a un grupo de muchachas que hablaban de la fiesta patronal. - ¿Ya eligieron qué se van a poner? – preguntó Adriana humildemente. Las jóvenes la miraron con burla. Clara, la hija del boticario, contestó: - ¿Y tú vas a ir? ¿Con quién? Aquí nadie te va a invitar – dijo una del grupo de chicas. -Puedo ir sola - replicó Adriana sin dejar de verla a los ojos. Las carcajadas fueron crueles. Clara se inclinó hacia ella y murmuró: -Las que van solas… terminan como tu madre – dijo con maldad. Adriana tragó la humillación, se alejó de las chicas y decidió seguir con su día. Pero aquella frase se le clavó como espina. Esa noche, su madre la consoló con dureza: -No naciste para encajar, Adriana. Naciste para destacar y eso, es mil veces mejor, no lo olvides nunca… La fiesta llegó. Adriana se vistió con un traje cosido por Marta, hecho de retazos. Caminó sola a la plaza. Las miradas se clavaban en ella como cuchillos. Pedro, el hijo del alcalde, se acercó con sus amigos. - ¿Qué haces aquí sola? - preguntó con sorna. -Vine a disfrutar de la fiesta – Adriana respondió con la frente en alto. No dejaría que le arruinaran su gran noche. -Pues si quieres bailar, tendrás que esperar. Nadie quiere bailar con la hija de la Marta – dijo Pedro. Las risas explotaron. Adriana se retiró con la frente en alto, pero por dentro se rompía. Esa noche se juró que nunca más permitiría que la humillaran de ese modo, cuando el tiempo se lo permitiera, seria ella quien haría que ellos lamentaran todas aquellas humillaciones. El destino le tendió entonces un espejismo: Tomás, el hijo del hacendado. Era apuesto, con ropa impecable y una sonrisa encantadora. La primera vez que le habló fue en la biblioteca. - ¿Siempre lees tanto? - le preguntó. Ella respondió seca: -Me gusta leer – dijo y siguió con lo suyo. Pero Tomás no se alejó. Conversaron. Descubrieron afinidades. Adriana comenzó a sentir algo que nunca había sentido: ilusión. Se encontraban en secreto: junto al río, en la plaza al atardecer. Tomás la miraba como nadie lo había hecho antes. -Me gusta estar contigo, Adriana. No eres como las demás – le dijo viéndola a los ojos con un brillo especial o al menos, ella así lo creía. La primera vez que le tomó la mano, ella sintió que su corazón estallaba. Guardó esas palabras como un tesoro. Incluso llegó a escuchar de sus labios la frase que alimentó todos sus sueños: -Si pudiera, me casaría contigo – Y por un tiempo, Adriana creyó que el amor podía salvarla. Pero el pueblo no perdona. Los rumores corrieron como fuego: “La hija de la Marta quiere atrapar al hijo del hacendado.” La burla fue pública. En la iglesia, las muchachas cuchicheaban: -Quiso ser señora hacendada y la dejaron - Y el golpe final llegó en la plaza. Rodeado de sus amigos, Tomás la enfrentó. - Es mejor que no nos veamos más - Adriana lo miró incrédula. - ¿Y todo lo que me dijiste? - Tomás bajó la mirada. - Mi familia nunca lo aceptaría - Y se fue, mientras los demás reían. Adriana sintió que el mundo se derrumbaba. Esa noche, sola en su cuarto, lloró como nunca. Pero entre lágrimas se juró: -Nunca más volveré a dar mi corazón. Nunca más me dejaré humillar y nunca, jamás en la vida, volveré a confiar en un hombre… Lo que pudo ser su primera historia de amor se convirtió en la traición que selló su destino. El pueblo celebró su desgracia como si fuera un espectáculo y en medio de esa humillación, nació en Adriana algo nuevo: una ambición feroz, la certeza de que algún día saldría de San Gregorio y regresaría transformada en alguien imposible de ignorar. Las cicatrices invisibles que cargaba ya no eran heridas: eran el combustible de su futura grandeza.