Ni compromisos ni amoríos.
Aparté la mirada. Una punzada extraña me recorrió el estómago.
—Sólo fue por molestar... no pareces un anciano—mascullé entre dientes.
—Lo suponía —murmuró con desinterés. Al entrar en su habitación de armas, me entregó un líquido y una toalla.
—Te enseñaré una sola vez cómo se hace —encendió el aire acondicionado y cerró la puerta.
Una pared entera era un espejo, y lo demás, cristal. El lugar se sentía demasiado expuesto, como si estuviera a punto de desarmarme sin tocarme.
Él comenzó a limpiar las armas con una facilidad que dejaba en claro que lo había hecho cientos de veces. Yo traté de seguirle el ritmo, sin que se notara que lo miraba de reojo.
—Tienen que reflejar tu reflejo como si fuera un espejo—dijo sin mirarme
—Si no lo ves en la hoja, no están bien pulidas—
—Entiendo —respondí, enfocándome en la tarea.
El frío empezó a colarse bajo mi ropa. Sentí cómo mi piel se erizaba y mis pezones se endurecían bajo la tela de la camiseta.
—¿Tienes frío? —preguntó con esa media sonrisa