El viaje de regreso fue una marcha fúnebre. Cada paso que me acercaba al territorio de Umbra Lux se sentía como un clavo más en mi propio ataúd. El aire vibrante y libre de las montañas de Ashen dio paso a la atmósfera estancada y pesada del bosque del clan, un lugar donde los árboles parecían susurrar traiciones y las sombras ocultaban recuerdos dolorosos.
Mi cuerpo era un mapa de la derrota que debía proyectar. La herida en mi brazo, reabierta por Ashen, ardía con un dolor sordo y constante. El hambre, ahora real después de días de apenas comer, hacía que mi estómago se retorciera. Mi ropa estaba sucia, mi pelo enmarañado y mi rostro, estaba segura, era una máscara de agotamiento y desesperación. No necesitaba actuar mucho; solo tenía que permitir que una parte de la miseria que había sentido saliera a la superficie. La parte más difícil era ocultar la furia helada que ardía debajo.
Al mediodía del segundo día de viaje, llegué a los límites del territorio. Me detuve ante el antiguo