El silencio en el claro de Ashen era una criatura viva y depredadora. No era la quietud pacífica de la montaña al amanecer; era un vacío antinatural, una ausencia de sonido tan profunda que dolía en los oídos. Los pájaros habían enmudecido. Los insectos habían cesado su zumbido. El viento mismo parecía contener la respiración, temeroso de perturbar la escena de profanación que se había desarrollado allí.
Me quedé en el borde del bosque, oculta entre las sombras de los pinos ancestrales, mi cuerpo agachado en una postura de caza. Cada lección que Ashen me había grabado en la piel y los huesos con dolor y repetición ahora gritaba en mi mente. Nunca entres de frente. Lee la historia que el terreno te cuenta. Asume que cada sombra es un enemigo.
Y la historia que este claro contaba era una de violencia.
Mis ojos, adaptados a la penumbra, barrieron el área. No me centré en la cabaña, sino en su entorno. Vi las huellas. Múltiples. Botas pesadas de guerreros del clan, sus pasos profundos y a