Las primeras semanas fueron un borrón de instinto y agotamiento, un tiempo medido no por la salida del sol o la luna, sino por los ciclos de hambre y sueño de dos vidas nuevas. Mi mundo, que una vez abarcó las complejidades de la política de un clan, se había encogido a las dimensiones de la cueva, y no podía ser más feliz. El rugido de la cascada, que al principio era solo un escudo, se convirtió en la banda sonora de nuestra pequeña y secreta existencia, un muro de sonido constante que nos aislaba del pasado y nos protegía del futuro.
Los días transcurrían en una rutina primal y sagrada. Despertaba con el calor de dos pequeños cuerpos a mi lado, sus respiraciones suaves y acompasadas eran el sonido más tranquilizador que jamás había conocido. Alimentarlos se convirtió en mi primer y más importante deber. Sentirlos nutrirse de mí era una conexión profunda, una transferencia de mi propia fuerza vital que me dejaba débil, pero inmensamente satisfecha.
Limpiarlos, acunarlos hasta que se