El alivio había sido un destello fugaz, una estrella brillante en un cielo a punto de colapsar. El primer llanto de mi hijo era la melodía más hermosa que jamás había escuchado, una prueba tangible de que la agonía había valido la pena. Lo acerqué a mi pecho con manos temblorosas, examinando cada uno de sus diminutos rasgos a la pálida luz que se filtraba a través de la cascada. Era tan pequeño, tan perfecto. Su calor era un ancla en el mar helado de mi agotamiento. El olor a vida nueva, a sangre y a tierra se mezclaba en un cóctel abrumador que me llenaba los sentidos.
Pero mi cuerpo, traicionero y agotado, no me concedió ni un momento de paz. La nueva contracción me arrancó un gemido, clavándose en mis entrañas con una ferocidad renovada, recordándome que la guerra aún no había terminado.
"Naira…", la voz de Nera en mi mente era apenas un susurro, despojada de su fuerza, teñida de un pánico reverente. "Hay otra. Puedo sentirla. Tienes que… tienes que seguir".
"No queda nada", jadeé,