Por fortuna, la puerta del estudio se había cerrado y nadie, desde afuera, notaría mi intrusión.
Aún así, el pánico era un grito ahogado en mi garganta, el instinto me dijo que debía esconderme. Tenía apenas unos segundos para buscar un lugar. Mi mirada frenética recorrió la pequeña habitación polvorienta. No había dónde correr, ni dónde luchar. Las estanterías estaban demasiado juntas, cualquier movimiento en falso provocaría una cascada de pergaminos. Solo había un lugar. Un pesado y antiguo tapiz colgaba en la pared del fondo, descolorido por los siglos. Representaba una batalla olvidada, lobos ancestrales luchando contra sombras sin forma, una premonición helada de mi propia situación.
Con un último impulso de adrenalina, me deslicé detrás de él, apretando mi cuerpo contra la pared fría y húmeda. El olor a polvo y a tiempo estancado llenó mis pulmones, casi haciéndome toser. Contuve el aire, cada fibra de mi ser se concentró en mantener el silencio. A través de una pequeña rasgadu