El claro vibraba como un corazón a punto de romperse.
Cada sonido, cada respiración, cada crujido del bosque tenía el mismo ritmo frenético, como si la tierra misma estuviera al borde de un colapso inevitable.
La criatura tambaleaba, emergiendo de su propia sombra como un cadáver que se negaba a caer. Su estructura, antes oculta bajo la masa oscura, ahora parecía una marioneta mal ensamblada intentando sostenerse. Su respiración rota —si es que podía llamarse respiración— era un siseo áspero, inhumano, como metal oxidado hundiéndose en agua hirviendo. Un sonido que arañaba los oídos y raspaba el aire.
Cada exhalación era una puñalada sonora: breve, cortante, cargada de un odio primario.
Un recordatorio de que esa cosa no era vida, sino obstinación pura.
Con cada aliento, expulsaba un hilo de humo negro, espeso y pegajoso, que se elevaba apenas unos centímetros antes de caer sobre la tierra como ceniza viva. Y allí donde caía, la hierba se marchitaba al instante, oscureciéndose como si