—Si el clan no puede decidir —dijo, fría—, entonces lo decidirán las criaturas que lo sostienen.

Levantó una vez más las manos.

Esta vez, la magia no subió desde el humo. Bajó desde los árboles, desde las sombras más altas, desde los recovecos donde la luz de la fogata no llegaba. Algo se movió entre las raíces, entre las rocas, bajo la tierra misma.

Lo sentí antes de verlo.

Un latido ajeno. Un corazón que no era el de ningún lobo.

La primera grieta se abrió junto a la piedra antigua y la criatura terminó de salir de la tierra como si el claro fuera una herida abierta. Surgió como un error. Como si el claro mismo se hubiese rajado y estuviera vomitando algo que nunca debió haber respirado.

Primero apareció una pata delantera, demasiado larga para ser de un lobo, articulada en dos puntos donde no debía haber articulaciones. Las garras parecían hierros viejos, curvas y retorcidas, como si hubieran sido moldeadas por alguien que sabía cómo era una garra… pero no había visto una en vida.