Bajo la sombra del monstruo

El amanecer apenas había teñido de gris las ventanas cuando el duque irrumpió en la habitación de Lucía como un huracán silencioso. No golpeó la puerta. No llamó. Simplemente entró.

Lucía dio un salto, instintivamente cubriéndose, como si la carta escondida la delatara incluso desde la distancia.

El duque cerró la puerta con un clic seco que sonó como una sentencia.

—De pie —ordenó.

El tono era tan frío que le heló la sangre. Lucía se levantó con el estómago encogido. Las marcas en su muñeca aún estaban moradas por la noche anterior. Apenas había dormido, pero la tensión la mantenía en pie.

El duque avanzó con pasos graves, cada uno más pesado que el anterior.

—¿Crees que puedes desafiarme? —preguntó sin levantar la voz.

Lucía tragó saliva.

—Yo… no

El golpe llegó tan rápido que no tuvo tiempo de reaccionar.

Un impacto directo en el abdomen.

El aire se le escapó en un jadeo ahogado.

El cuerpo se dobló hacia adelante por el dolor.

Lucía cayó sobre las rodillas, intentando respirar, sintiendo arcadas de puro shock. El duque la tomó del cabello, obligándola a levantar el rostro.

—¿Te atreves a decirme que no? —susurró, con ese tono venenoso que hacía que el castillo entero se congelara.

Lucía quiso responder, pero otro golpe, esta vez en el costado, la hizo estrangular un grito.

Se mordió la lengua para no gemir.

—Padre… por favor…

— Eres una maldita —escupió él—. Eres solo un instrumento. Y un instrumento que no obedece, se rompe.

El golpe siguiente la tiró al suelo.

Lucía sintió un ardor punzante expandiéndose por el abdomen y las caderas. Sabía exactamente lo que él estaba haciendo: estaba golpeándola donde no se viera igual que Víctor, nunca marcaba la piel visible. Su crueldad era metódica, casi profesional.

—Te advertí que volvería —continuó, mientras ella temblaba en el suelo—. ¿Y aun así te atreves a esconderme cosas?

Lucía apretó los dientes.

No podía delatar la carta.

No podía delatar el sobre.

No podía delatar la advertencia.

Nada.

El duque la pateó una vez más, justo en la costilla baja.

Lucía gritó en silencio, sin voz.

Cuando el duque finalmente se detuvo, ella no sabía si el mundo estaba girando o si era su cabeza la que latía como un tambor roto. Él se agachó, tomó su rostro con fuerza y la obligó a mirarlo.

—Escúchame bien —dijo—. Si no te casas con el príncipe Kevin, te mataré yo mismo. Y no será rápido.

Lucía sintió cómo el miedo la perforaba desde dentro.

—Pero la haré de una manera que nadie pueda culparme —añadió él, sonriendo apenas—. Como siempre— crees que tú vas arruinar mis planes.

Soltó su rostro y se levantó con elegancia, como si acabara de ajustar una alfombra fuera de lugar.

—No olvides tu propósito, Lucía —dijo, limpiándose las manos en un pañuelo blanco como si ella fuera suciedad—. Eres prescindible. Tu vida solo vale mientras me seas útil.

El duque salió sin mirar atrás.

Cuando la puerta se cerró, Lucía quedó tirada en el suelo.

No podía llorar.

Las lágrimas no salían.

El dolor era tan profundo que parecía mudo.

Se llevó una mano al abdomen. El ardor era insoportable.

"¿Hasta cuándo vas a dejar que te destruyan?", se preguntó.

La respuesta era una sola.

Hasta aquí.

Tardó más de diez minutos en ponerse en pie. Sus piernas temblaban como ramas finas bajo una tormenta. Cada paso era una puñalada. Aun así, abrió el baúl y revisó que la carta siguiera donde la había escondido.

Allí estaba.

El sello intacto.

La promesa silenciosa de un destino que nadie conocía.

Le daba miedo revisarla, podría arruinar más la trama, no sabía cuánto había cambiado.

Tendría que esperar el momento indicado.

————-

Lucía se vistió lentamente, con un vestido sencillo. No podía usar corsé: le dolía demasiado el cuerpo. Escogió un peinado rápido para disimular la falta de energía y salió al pasillo.

Los primeros sirvientes ya estaban trabajando cuando la vieron pasar.

Pero algo había cambiado.

Lucía caminó con la espalda recta, aunque el dolor la desgarraba. Caminaba con dignidad, con miedo, pero sin la arrogancia habitual de la Lucía original.

Una sirvienta joven, Ana, se quedó mirándola fijamente. Lucía intentó pasar de largo, pero la joven dio un paso adelante.

—Mi lady… —dijo con duda.

Lucía se detuvo. Ana bajó la mirada.

—¿Se encuentra bien?

Lucía abrió los labios para mentir, pero se detuvo. Los ojos de la muchacha estaban llenos de una mezcla rara: miedo y preocupación genuina.

—Estoy bien —dijo Lucía, suavizando la voz—. Solo necesito aire.

La muchacha abrió los ojos como si no pudiera creerlo.

—Nunca… la había escuchado hablar así.

Lucía sintió un escalofrío.

—¿Así cómo?

Ana apretó el delantal entre los dedos.

—Amable.

Esa palabra le cayó como un cubo de agua helada.

Claro.

La Lucía original no conocía la amabilidad.

Solo el desprecio y el egoísmo.

Otra sirvienta, mayor, se acercó. Era Marta, la que siempre recordaba cada berrinche de la antigua Lucía.

—Mi lady —dijo con cautela—… ¿no debería estar preparándose para su reunión con el príncipe?

Lucía sintió un pinchazo de ansiedad.

—No hoy —respondió.

Ambas mujeres intercambiaron miradas sorprendidas.

Marta frunció el ceño.

—¿Usted se siente bien?—siempre se viste con sus mejores joyas para verlo. Decía que un príncipe debía recordar lo que no podía permitirse perder.

Lucía sintió un nudo en el estómago.

La original era insoportable.

Manipuladora.

Superficial, pero no era su culpa.

Podía verlo.

Y ella… ella solo quería sobrevivir.

—Las prioridades cambian —murmuró.

Las sirvientas se quedaron en silencio mientras Lucía se alejaba con pasos lentos pero decididos. Desde atrás, alcanzó a oír a Marta decir:

—Algo le pasa. Algo grave.

Ana respondió, casi en un susurro:

—Quizás… finalmente está viva.

———

Lucía dejó el castillo con una capa sencilla que le cubría parte del rostro. Caminó por las calles de la ciudad baja sosteniéndose el abdomen sin que se notara. Cada movimiento le recordaba los golpes. Pero tenía un propósito.

Dinero.

Necesitaba dinero.

No mucho, pero lo suficiente para no depender del duque. Para tener una posibilidad de escapar si el destino la estrangulaba. Para no morir atrapada en su propia casa.

En su bolsa llevaba dos anillos, un broche antiguo, un par de pendientes y vestidos extravagantes que la lucía original jamás habría vendido.

Lucía entró primero a una pequeña tienda de empeños. El dueño la miró con sospecha.

—¿De dónde sacó estas piezas?

Lucía lo miró directamente.

—De mi tocador. ¿Va a comprarlas o no?

El hombre analizó las joyas y finalmente le ofreció una suma decente. No tanto como valían, pero suficiente para comenzar.

Luego, salió a caminar, con el dinero bien escondido en su ropa.

Pero el dolor… no la dejaba pensar.

Tuvo que detenerse en una esquina. Respiró hondo. Cada inhalación era un cuchillo. Pero no podía volver. No ahora.

A pocas calles, vio un pequeño letrero colgando:

"Sastrería Mirabel – Vestidos, bordados y reformas"

Lucía sintió un tirón en el corazón.

Las máquinas de coser.

Las telas.

Los hilos de colores.

Imágenes de su otra vida, como Laura, le golpearon la mente.

Su madre diciéndole que estudiar diseño era "una pérdida de tiempo".

Su madre rompiéndole la primera revista de moda que había comprado con sus ahorros.

Su madre gritándole que las mujeres "deben ser prácticas, no soñadoras".

Laura llorando en silencio mientras escondía bocetos de vestidos debajo de la cama.

Lucía apretó los puños.

Quiso entrar.

El aroma a telas nuevas la envolvió como un abrazo cálido. La costurera, una mujer de unos cincuenta años, levantó la vista y sonrió con cortesía.

—Buenos días, joven. ¿En qué puedo ayudarla?

Lucía caminó entre los estantes. Sus dedos rozaron los bordados. El corazón le palpitó con una mezcla de nostalgia y dolor.

—Solo estoy mirando —respondió.

La costurera la observó con atención.

—Tiene buenas manos —comentó de repente.

Lucía parpadeó.

—¿Cómo dice?

—Sus manos —repitió la mujer—. Se nota cuando alguien aprecia las telas de manera distinta.—¿Usted…cose?

Lucía sintió un nudo en la garganta.

—Quise hacerlo… en otra vida.

La costurera sonrió con suavidad, sin entender la profundidad de su frase.

Lucía tomó un carrete de hilo rojo.

El color era vibrante.

Fue entonces cuando su mente viajó aún más atrás:

los bocetos de Laura, las noches enteras imaginando vestidos imposibles, la sensación de crear algo desde cero.

Algo que era suyo.

Algo que nadie podía golpear o controlar.

La costurera se acercó.

—Si algún día necesita trabajo o aprendizaje, aquí siempre buscamos manos dedicadas.

Lucía casi lloró.

—Gracias —susurró, devolviendo el carrete.

Salió de la tienda con el corazón oprimido.

No podía quedarse.

No podía aprender.

No podía soñar.

No aún.

Porque estaba atrapada en la vida de Lucía… y esa vida estaba marcada para morir si fallaba.

Caminó hacia la plaza, donde las luces comenzaban a encenderse. Había vendedores ambulantes, niños corriendo, músicos tocando melodías sencillas. Lucía respiró el aire frío, intentando aclarar su mente.

Pero entonces lo sintió.

Una mirada clavándose en su espalda.

Lucía giró la cabeza de inmediato.

Y lo vio.

El príncipe Kevin.

De lejos.

Apoyado contra una columna de piedra, con los brazos cruzados y el ceño ligeramente fruncido.

Su expresión no era de enojo.

Era desconcierto.

Lucía lo observó por un instante, sin moverse.

Kevin apartó la mirada hacia los vestidos que ella llevaba envueltos en un paquete. Sus ojos se entrecerraron.

Se quedó allí, inmóvil, observándola como si estuviera viendo algo imposible.

La Lucía original jamás habría vendido sus prendas extravagantes.

Jamás habría usado un vestido sencillo.

Jamás habría caminado sola por la ciudad baja.

Kevin no podía comprenderlo.

Y Lucía supo que eso lo haría sospechar de ella.

Kevin No sentía lástima.

No sentía preocupación.

Sentía curiosidad.

Y eso era peligroso.

Muy peligroso para lucía

Lucía dio un paso atrás, lista para alejarse sin llamar su atención o hacer que no lo había visto pero Kevin dio un paso adelante.

Sus miradas se encontraron a mitad de camino.

Y Lucía sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo.

Él sabía que algo estaba mal en ella.

Se sentía confundido de si realmente era ella.

Kevin comenzó a caminar hacia ella, lento, decidido.

Lucía retrocedió, pero el príncipe habló antes de que pudiera huir.

—Lucía… —su voz sonó más baja de lo habitual—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

¿Y por qué… pareces otra persona?

Y ella supo que el verdadero peligro acababa de empezar.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP