La mano de Lucía temblaba detrás de su espalda. Sentía el borde frío del sobre de terciopelo contra la piel, como si aquel simple pedazo de papel pudiera quemarla o salvarla. El duque cerró la puerta con un golpe seco, la madera vibró como si la habitación se contrajera a su alrededor.
—Te preguntaré por última vez —dijo con esa voz baja que siempre precedía al dolor—. ¿Qué escondes ahí?
Lucía tragó saliva. No podía correr. No podía gritar. Y no podía inventar una mentira demasiado elaborada porque el duque reconocía las mentiras por instinto; había pasado su vida manipulando, torturando y retorciendo las palabras de los demás. Pero tampoco podía decirle la verdad.
La verdad la mataría.
—Nada —respondió con la voz más neutra que pudo—. Solo… un pañuelo.
Un pañuelo. Qué estúpida excusa, pero era lo primero que encontró en su desesperación.
El duque avanzó, un paso silencioso, pesado, como una bestia que rodea a su presa. Lucía retrocedió instintivamente hasta que su espalda chocó con la pared. Ese hombre se lo había enseñado: quien retrocede pierde. Pero su cuerpo, el de la Lucía original, recordaba el miedo que ella aún no había vivido del todo.
Él extendió una mano.
—Dámelo.
La respiración de Lucía se cortó.
—Padre, es solo un pañuelo. No hace falta que—
—Dámelo —repitió, más despacio. Más peligroso.
Lucía cerró los ojos por una décima de segundo.
No, no podía entregárselo.
Si el duque veía ese sello desconocido, esa carta destinada a "la princesa perdida", haría lo que sabía hacer mejor: destruir cualquier cosa que pudiera amenazar su posición. Principalmente, a ella.
Lucía decidió arriesgarse.
—No —susurró.
El silencio se cortó como un cuchillo.
Nunca, en ninguna memoria retenida de la Lucía original, existía un "no" a su padre. Esta era una palabra prohibida, casi sacrílega en esa casa.
El duque se quedó observándola, extrañamente inmóvil. No era sorpresa lo que cruzó su rostro. Ni siquiera furia. Era otra cosa: curiosidad peligrosa, como quien ve a un animal herido que decide morder en lugar de huir.
—¿Cómo dices? —preguntó, aunque lo había escuchado perfectamente.
Lucía apretó el sobre bajo su vestido.
—No pienso darte nada.
El duque alzó una ceja.
—Así que ahora… ¿me desafías? Tú, que no vales ni el aire que respiras.
Lucía sintió como si algo en su interior ardiera, una pequeña llama que había nacido en la vida pasada y que ella había arrastrado a este mundo. Antes, Laura nunca había podido defenderse. Ahora, con este cuerpo, esta segunda oportunidad, esta vida robada, tampoco había tenido el valor. Pero ver la carta había despertado algo que no sabía que tenía: el instinto de sobrevivir, aunque fuera por pura terquedad.
—No soy una niña —dijo.
—Eres menos que eso —replicó él sin emoción.
Avanzó un paso más y Lucía sintió el impulso irracional de esconder el sobre dentro del cajón, pero ya era tarde. Si se movía, él vería la carta.
—Muéstrame las manos —ordenó.
—No.
El duque no levantó la mano. No aún. Lo que hizo fue peor: sonrió. Una sonrisa helada, tan ausente de humanidad que la piel de Lucía se erizó.
—Con que no, ¿eh?
De pronto, tomó su muñeca con una fuerza imposible de resistir. Lucía apretó el sobre entre los dedos, sintiéndolo casi romperse con el sudor y la presión.
—Suéltame —jadeó.
—Estás muy diferente, Lucía.
Muy… distinta —dijo él, frunciendo el ceño como si examinara un objeto defectuoso.
Distinta.
Esa palabra perforó el pecho de Lucía.
¿Había notado algo más?
¿Había percibido que ella, dentro del cuerpo de su hija, no era quien debería ser?
El duque aumentó la presión, pero justo cuando iba a intentar arrancarle la mano, un golpe en la puerta resonó con violencia.
El duque se detuvo.
—Mi lord —dijo una voz nerviosa al otro lado—. El príncipe Kevin exige su presencia en el salón del ala este. De inmediato.
Lucía dejó escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.
El duque no la soltó.
—Dile que voy —respondió sin dejar de mirarla.
La sirvienta se alejó corriendo.
Por un instante, el duque pareció debatirse entre obedecer la llamada de la familia real o seguir apretando hasta romperle los huesos. Finalmente, aflojó los dedos, pero no por compasión. Fue un acto calculado.
—Volveré —dijo simplemente.
Lucía se quedó helada.
No había amenaza explícita.
Pero allí, en ese tono tranquilo, había algo peor: una promesa.
Cuando la puerta se cerró, una oleada de mareo la invadió. El sobre se deslizó de su mano y cayó al suelo. Lucía se dejó caer también, porque las piernas ya no podían sostenerla.
Se quedó así, respirando con dificultad.
Un minuto.
Dos.
Cinco.
Cuando por fin reunió valor para mirar el sobre, lo tomó con manos temblorosas.
"A la heredera legítima. A la princesa perdida."
Esas palabras parecían pulsar con vida propia.
Lucía apoyó la carta contra el pecho.
Había tantas preguntas que la asfixiaban:
¿Era para la Lucía original?
¿Era para ella?
¿De qué reino provenía el sello?
¿Cómo había llegado a esa habitación?
¿Por qué nadie la había visto antes?
El polvo que la rodeaba demostraba que llevaba años allí, intacta.
Incluso la Lucía original, obsesiva, superficial y desconfiada, jamás la había encontrado.
Esto no estaba en la novela, pensó Lucía.
No era parte de la historia que ella conocía.
No era parte del destino que había leído.
Era una pieza nueva, una ficha fuera del tablero.
"Algo ha cambiado… porque yo cambié la historia."
Ese pensamiento le heló la sangre.
Si algo tan importante se había movido…
¿qué más podría haber cambiado sin que ella lo supiera?
Lucía escondió la carta dentro del baúl más viejo de la habitación, entre mantas que olían a humedad. No era un escondite seguro, pero necesitaba tiempo para pensar. Cuando se levantó, todo el cuerpo le dolía. La muñeca tenía marcas rojas de donde el duque la había apretado.
Salió al pasillo con la intención de pedir agua, pero apenas dio dos pasos se encontró con dos criadas cuchicheando. Se callaron en cuanto la vieron, se inclinaron torpemente y pasaron a su lado como si temieran contagiarse de una maldición.
Lucía apretó los dientes.
La Lucía original había sembrado odio en cada rincón del castillo.
Ahora ella debía cargar con eso.
—¿Por qué me miran así? —preguntó sin querer, pero las criadas no respondieron.
Una de ellas, antes de alejarse, murmuró apenas audible:
—Nadie quiere cruzarse con usted cuando el duque está de mal humor.
Lucía sintió una punzada en el pecho.
"No soy yo", quiso decir.
Pero no podía.
Aún no.
El castillo estaba inquieto. Se respiraba tensión en los pasillos, como si algo estuviera por explotar. Cuando Lucía llegó a la galería que daba al jardín interno, vio a Kevin allí, de espaldas.
El corazón se le aceleró.
No por atracción.
No por nervios románticos.
Sino por miedo.
Kevin era como un espejo que reflejaba todo lo que la historia esperaba de ella: rechazo, humillación, destino trágico.
Él ni siquiera tuvo que volverse para notar su presencia.
—No quiero hablar contigo —dijo con frialdad.
Perfecto. Ella tampoco quería hablar con él.
Lucía retrocedió, pero el príncipe la detuvo con un levantamiento de su mano, sin mirar atrás.
—Aunque… será mejor que oigas esto. Para que dejes de jugar a lo que sea que estés intentando ahora.
Se dio vuelta al fin. Sus ojos azules estaban cargados de desprecio y un cansancio que Lucía no había visto antes. Kevin la observó como si pudiera atravesarla, como si buscara el rastro de la mujer que había conocido y detestado durante años.
—Hablé con mi padre —anunció, con esa voz que no admitía réplica—. Y estoy considerando romper el compromiso oficialmente.
Lucía sintió el aire abandonar su pecho.
Ese era el destino original.
La ceremonia interrumpida.
La humillación pública.
El principio del fin para la villana del libro.
Pero el príncipe añadió algo más:
—No por ti —aclaró, como si necesitara dejarlo escrito en piedra—. Sino porque estás actuando… raro. Más inútil que de costumbre. Y no tengo tiempo para lidiar con tus estupideces.
Lucía apretó los puños, pero no respondió.
—Además —continuó él, cruzándose de brazos—, todos saben que no soportas seguir mis órdenes. No sé cuál es tu juego ahora, pero no pienso caer en provocaciones.
Provocaciones.
Así interpretaba él su intento de sobrevivir.
Lucía respiró hondo.
—Haz lo que quieras, príncipe —dijo finalmente—. No voy a rogarte por nada.
Kevin frunció el ceño.
Esa respuesta… no era la que esperaba.
—¿Estás… renunciando? —preguntó.
—Estoy diciendo —Lucía mantuvo firme la mirada— que tu vida y la mía no deberían mezclarse.
El silencio cayó entre ellos.
Y por primera vez, Kevin pareció… confundido. No conmovido. No herido. Solo sorprendido por la Lucía que tenía delante. La Lucía que no lloraba. La Lucía que no exigía atención. La Lucía que no gritaba para obtener lo que quería.
Él dio dos pasos hacia ella.
—No entiendo qué pretendes, pero te advierto algo —murmuró inclinándose apenas—: si estás tramando algo contra mi familia, o contra mí, acabarás peor de lo que imaginas.
Lucía sintió un escalofrío.
Elena.
El nombre que pronto lo cambiaría todo.
—No planeo nada —respondió ella—. Solo quiero vivir en paz.
Kevin soltó una risa corta, amarga.
—Tú no sabes lo que significa paz.
Lucía se apartó sin decir más.
No podía gastar su energía en él.
No hoy.
Al girar para irse, Kevin añadió:
—Y si crees que mi padre permitirá que rompa el compromiso sin consecuencias para ti… estás más perdida que de costumbre.
Lucía no respondió.
No debía mostrar miedo.
Pero el veneno de esas palabras se quedó clavado en ella.
Esa noche, la amenaza del duque la obligó a mantenerse alerta. Cenó sola en su habitación, sin apetito. Miraba el baúl donde había escondido la carta cada dos minutos, como si pudiera moverse sola, como si el sello brillara a través de la madera.
La luna entraba por la ventana como un cuchillo plateado.
Intentó dormir.
No pudo.
El duque no había vuelto… aún.
La espera era peor que el castigo.
Cuando el reloj marcó medianoche, un sonido la hizo incorporarse de golpe.
Un roce.
Un susurro.
Una sombra en el pasillo.
Lucía contuvo la respiración.
¿El duque regresaba?
¿Había venido a buscar lo que ella escondía?
El corazón le latía tan fuerte que temía que el sonido se escuchara afuera.
Se acercó a la puerta, apenas una rendija para observar.
Y entonces lo vio.
Un hombre con capa oscura.
No era un sirviente.
No era un guardia.
Y no era el duque.
Pasó frente a su puerta sin detenerse, pero dejó caer algo en el suelo. Un papel plegado.
Lucía esperó a que sus pasos se perdieran antes de abrir la puerta. Tomó el papel con dedos temblorosos.
Lo desdobló.
Una frase.
Una sola.
Que le heló el alma.
"Aún no habrás la carta, aun no es tu tiempo."
Lucía sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies.
¿Quién era ese hombre?
¿De qué reino venía la carta?
¿Quién sabía que ella la había encontrado?
¿Quién sabía siquiera que existía?
Y lo más aterrador:
¿Qué significaba que no debía abrirse?