El amanecer se filtraba tímido a través de las cortinas del hotel, trazando líneas doradas sobre las paredes color crema. Clara abrió los ojos lentamente, como si cada pestañeo pesara toneladas. Por un instante no recordó dónde estaba, pero la frialdad de las sábanas limpias y el silencio inusual le devolvieron la memoria: no estaba en casa, no junto a Mateo. Había dormido allí, sola, después del estallido que lo cambió todo.

Se incorporó despacio, con la mente aturdida. En la mesa de noche, el teléfono vibraba, insistente. Decenas de llamadas perdidas, mensajes acumulados, notificaciones sin leer. El nombre de Mateo aparecía una y otra vez en la pantalla, parpadeando como un recordatorio cruel. Clara alargó la mano, lo tomó, y por un momento pensó en contestar.

No lo hizo. Lo apagó con un gesto seco y lo dejó caer sobre el colchón.

—No hoy —susurró, como si necesitara oír su propia voz para convencerse.

Se levantó y caminó hasta el espejo. El reflejo que encontró la dejó en s