El timbre del departamento sonó a media mañana. Clara, que acomodaba una bandeja con caldo y té para Mateo, frunció el ceño, sorprendida. Rara vez recibían visitas en esos días de reposo. Al abrir la puerta, se encontró con tres colegas del bufete: Laura, la ingeniera de voz suave; Gustavo, el joven arquitecto de gafas gruesas; y Camilo, uno de los ingenieros más veteranos y amigo cercano de Mateo.
En las manos de Laura había un ramo imponente de flores frescas: lirios blancos, rosas amarillas y unas ramas de eucalipto que perfumaban el aire con un aroma fresco y reconfortante.
—Buenos días, Clara —dijo Laura con una sonrisa cálida—. Venimos a dejarle esto a Mateo. No pudimos dejar pasar la ocasión de recordarle que el equipo está con él.
Clara sintió un nudo en la garganta. Tomó el ramo con cuidado, acercándolo a su rostro para aspirar el aroma.
—Son preciosas… —murmuró, y luego añadió con sinceridad—. Gracias, de verdad. Él lo va a agradecer más de lo que imaginan.
Mateo, al es