El amanecer llegó como un martillazo en la sien de Mateo. El eco de la música, las risas y las copas chocando todavía resonaba en su cabeza. Se llevó una mano a la frente, intentando ordenar los recuerdos de la noche anterior, pero todo estaba borroso, envuelto en un manto de alcohol y perfume.
Y, sin embargo, lo recordaba con claridad suficiente para odiarse.
Ese maldito beso.
Valeria inclinándose sobre él, susurrándole palabras que debió rechazar, y luego sus labios fundiéndose en un gesto que él había respondido. Tal vez solo fueron segundos, pero bastaban para destruir todo lo que había construido con Clara.
Se levantó de la cama con el estómago revuelto, incapaz de mirarse en el espejo. Clara aún dormía en la habitación principal, con el rostro sereno bajo la penumbra de las cortinas. El contraste entre su pureza dormida y el peso de la culpa que lo corroía lo dejó sin aire.
No tuvo el valor de despertarla. Tampoco de confesarle lo ocurrido. “No ahora. No puedo. No sé