Clara había pasado dos días atrapada en sus pensamientos. Se reprochaba su silencio, se reprochaba no haber confiado en Mateo, y al mismo tiempo el miedo la paralizaba. Esa contradicción era un peso que la hundía.
Al salir tarde del bufete, lo encontró esperándola en la calle: Facundo.
Se cruzó de brazos y la observó con esa mirada altiva que tanto conocía.
—Mírate… —dijo con una sonrisa torcida—. Crees que estás brillando, pero olvidas que fuiste yo quien te hizo mujer.
Clara sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Cállate, Facundo.
Él se acercó más, con el veneno en cada palabra.
—¿Y esas noches juntos? ¿Esos momentos donde llorabas de placer? No lo niegues, Clara. Yo te formé, yo te hice lo que eres. Sin mí, no serías nada.
En la mente de Facundo, aquellas palabras no eran crueldad, sino verdad absoluta. Se repetía a sí mismo que la amaba, que lo que sentía por ella no era obsesión sino devoción. “Está molesta, nada más. Pronto recordará lo que significamos. Porque no