El cielo se extendía como un mar de cristal helado cuando el jet privado de la familia Thomas despegó desde el aeropuerto internacional. La ciudad, vista desde arriba, parecía una constelación invertida. Clara, con las manos sobre su regazo, sintió un estremecimiento leve que no supo si atribuir al movimiento del avión o a la emoción contenida de aquel viaje.

Mateo, sentado junto a ella, la observó con ternura. Doña Zulema, por su parte, miraba por la ventanilla con mezcla de temor y asombro; era su primer viaje fuera del continente.

—No se preocupe, señora —dijo Mateo sonriendo—. El vuelo es tranquilo, lo hacen cada semana mis tíos.

—Ay, hijo, no es el avión lo que me asusta, es la distancia —respondió ella—. Ucrania suena tan lejos…

Clara la tomó de la mano.

—Tendremos traductores, todo estará bien. Además, Mykola y su gente son atentos.

Doña Zulema asintió, y el rugido de los motores fue reemplazado por un zumbido constante que la ayudó a calmarse.

Clara apoyó la cabeza sobr