Las ojeras se habían convertido en parte del uniforme de Mateo.
En el bufete, todos decían que podía medir el tiempo según el color bajo sus ojos: gris pálido los lunes, azul cansado los miércoles y casi morado los viernes.
Pero él solo sonreía.
Porque, a pesar de todo, estaba feliz. Exhausto, sí, pero feliz.
Clara estaba en su séptimo mes de embarazo, y cada día era una aventura.
Desde hacía dos semanas, dormía en una colchoneta junto a la cama. No porque se hubieran peleado, ni mucho menos.
—No cabemos —había dicho ella una noche, con una sonrisa de disculpa mientras señalaba su vientre redondo.
—Claro que cabemos —había intentado convencerla Mateo—. Si te abrazo por este lado…
—No, Mateo —respondió ella riendo—. Tú roncas, y yo me doy vuelta cada cinco minutos. Es una cuestión de supervivencia.
Y así, la cama se volvió de ella y la colchoneta, de él.
El departamento olía a pan recién hecho y a algo indefinible que Mateo ya no se atrevía a preguntar.
Las hormonas de Clara