El hospital amanecía con un aire distinto. El bullicio de los pasillos era el de siempre —médicos apurados, enfermeras cargando bandejas de medicación, el sonido lejano de una camilla deslizándose—, pero en la sala de Clara reinaba una atmósfera serena que contrastaba con las jornadas oscuras que todos habían vivido días atrás.
Mateo se despertó sobresaltado en la butaca que había convertido en su cama improvisada. Llevaba días sin descansar de verdad, y el cansancio lo marcaba en la mirada. A su lado, sobre la cama, Clara ya no estaba recostada: la vio de pie, con una bata blanca del hospital, apoyada en el brazo de una enfermera que le sonreía con paciencia.
—¿Clara? —la voz de Mateo se quebró entre sorpresa y miedo—. ¿Qué haces fuera de la cama?
Clara giró el rostro hacia él, con una sonrisa cansada pero luminosa.
—Doy unos pasos, Mateo. El médico dijo que podía empezar con caminatas cortas dentro de la sala. No puedo quedarme inmóvil todo el tiempo.
La enfermera intervino:
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